Días atrás se celebró la festividad de Todos los Santos. 1 de noviembre. Fiesta familiar, donde las haya (o hubo). Por la mañana visita al cementerio a depositar unas flores sobre la sepultura (que las mujeres habían limpiado unos días antes), una oración, un beso lanzado al aire con la esperanza de que será recogido por los que se fueron. En mi casa siempre se comía ese día cabrito. La tradición. Y, por supuesto, al calor del brasero se disfrutaba de los riquísimos buñuelos de crema, nata o chocolate con unos cuantos huesitos de santo.
Ahora, esta tradición se ve sustituida por una "fiesta" llamada Halloween y que yo llamo la fiesta de la calabaza. La pobrecilla deja de ser un rico nutriente para convertirse en un esperpento, vaya degradación. Me dice el frutero que ha vendido 100 calabazas. Y es imposible pasear sin encontrarse a pequeños y mayores disfrazados de brujo, calabaza, esqueleto y no sé qué más adefesios. Incluso en algún establecimiento los dependientes han pintorreado sus caras no entiendo con qué finalidad.
Ante este paisaje, ajeno a nuestra cultura, me surge la pregunta ¿esto se debe a la influencia, cada día mayor en este país, de la cultura (versus incultura) estadounidense o, queremos alejar el recuerdo de la muerte de nuestra vida? Sinceramente creo que los dos factores se abrazan. Pero en la realidad actual, en nuestro día a día se percibe, ya desde hace unos años, un querer esconder la enfermedad y, sobre todo, una huida de la muerte.
¡Qué error! Algo seguro sabemos: nacer es empezar a morir. Y cada día que vivimos es un paso más hacia la muerte. Y por mucho que nos distraigamos con las pobres calabazas, la muerte nos está esperando. Si no lo olvidásemos el mundo sería el paraíso perdido.