Uno de los mitos más cultivados por los franceses ha sido su heroica resistencia durante la ocupación por las tropas de Hitler. Nadie se atrevió a cuestionar esa hermoseada visión de la Historia hasta que llegó la película Lucien Lacombe, de Louis Malle, treinta años después de la Liberación.
Su protagonista era un colaboracionista sin ideología, trasunto de otros miles que como él se beneficiaron de la invasión. La prueba de que los ocupantes no encontraron la hostilidad pregonada es que durante esos cuatro años nacieron 200.000 hijos de soldados alemanes y muchachas francesas, fruto muchas veces no de la violación, sino de un amor clandestino y maldito. Para ignominia de un país que no ha querido reconocer hechos tan indeseables, esos niños han pasado toda su vida avergonzados y humillados por sus propios compatriotas.
El derrumbe del mito de la Resistencia ha alcanzado hasta a sus líderes, como el equívoco y sinuoso René Hardy, y ha sido novelado en obras de una trágica belleza, como El séptimo velo, de Juan Manuel de Prada.
Todo esto sirve para explicar que la extrema derecha siempre ha tenido en Francia una amplia base social y que sólo se precisan las condiciones adecuadas para que emerja, tal como reflejan las últimas encuestas. Según ellas, el Frente Nacional de Marine Le Pen sería hoy día el partido más votado del país.
¿De dónde obtienen su músculo político los ultras? Pues del agotamiento de una sociedad desnortada y sin perspectivas, carente de una representación simbólica en la que reconocerse. ¿No resulta sintomático que el equipo nacional de baloncesto, reciente campeón europeo, lo conforme una selección de jugadores de color, liderados por el versátil y habilidoso Tony Parker?
Éste es sólo un ejemplo que desquicia a los más extremistas. Pero es que la sociedad, dirigida por una clase política mediocre y sin ambición, no forja otros valores a los que aferrarse. El discurso de la derecha y de la izquierda, a falta de argumentos de solidaridad, de esfuerzo y de cooperación, acaba por remedar estúpidamente los eslóganes de los ultras, dándoles así carta de naturaleza.
Si los políticos tradicionales no son, pues, capaces de ilusionar a la sociedad en un empeño colectivo, la extrema derecha emergente en Francia, en Grecia, en Austria, en Hungría? dejará de ser una anécdota pintoresca para convertirse en una amenaza para la convivencia de todos.