Las galernas del Cantábrico y las gotas frías mediterráneas suelen llegar amortiguadas a nuestra Plaza Mayor, pero mal haríamos en no cuidarnos y no preocuparnos como si no fueran con nosotros. Un viento huracanado cargado de sentimiento romántico moderno viene dificultando nuestra vida democrática sin que nadie parezca capaz de encauzarlo. El nacionalismo, los nacionalismos, son sentimientos; no son de ahora, sino que hunden sus raíces en el Siglo XIX; pero son modernos porque están convencidos de que pueden cambiar la realidad, o que la realidad es lo que su voluntad crea, sin atenerse a condicionamientos naturales ni a herencias históricas dignas de respeto.
¿Y la razón? ¡Ese vejestorio del siglo XVIII! Hombre, algo hace, algo podemos sacar de ella: justificar los sentimientos y dar argumentos a las voluntades. Modernos sí son, sí: el yo es lo que importa, lo que yo crea, lo que mi voluntad pretenda, lo que yo decida. Son románticos porque ese Yo no es individual, sino colectivo: el Pueblo, el Espíritu del Pueblo ?catalán, vasco, gallego, andaluz, castellano-leonés (¿existirá eso realmente?). ¿Y los ciudadanos, cada uno de su padre y de su madre, con sus ideas o falta de ellas? Muy útiles para apoyar con su voto el sentimiento nacionalista.
Los últimos aires fríos que circulan entre los soportales son la anulación de la doctrina Parot por parte del Tribunal de Derechos Humanos y las huelgas contra la Ley Wert. Ambos, síntomas de un mal más grave: nuestra democracia es inmadura, adolescente a punto de cumplir treinta y cinco años, Incapaz de reformar un Código Penal predemocrático y de lograr un acuerdo de mínimos en Educación. Justicia y Educación politizadas, democracia meramente formal, imperfección enquistada. Es lo que hay.
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