Miércoles, 31 de diciembre de 2025
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La era del clic y el ocaso de la lectura
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La era del clic y el ocaso de la lectura

Actualizado 30/12/2025 14:52

«La falta de atención profunda convierte la vida en algo superficial».

BYUNG-CHUL HAN

«La lectura es ese milagro fecundo de una comunicación en medio de la soledad».

MARCEL PROUST

La crisis de la lectura en la era del clic no es, en esencia, un problema tecnológico ni una simple cuestión de hábitos culturales, sino un síntoma más profundo de nuestra dificultad para habitar el tiempo con atención y sentido. Vivimos rodeados de pantallas que reclaman respuesta inmediata, de estímulos que se suceden sin pausa, de titulares que prometen comprensión instantánea. El clic, gesto mínimo que gobierna gran parte de nuestra vida cotidiana, parece inocente, pero encierra una forma de comprender la realidad: la convicción de que el sentido está siempre un poco más allá, en el siguiente enlace, en la próxima notificación. Frente a esa lógica de la velocidad, la lectura propone otro modo de estar en el mundo: detenerse, escuchar, demorarse.

Leer no es simplemente decodificar signos. Leer es legere, elegir. Elegir un libro es elegir un tiempo distinto, aceptar una experiencia que exige presencia interior. La buena lectura no es un consumo rápido, sino un encuentro que puede incomodar, cuestionar o transformar. Por eso Jorge Luis Borges afirmaba que «de los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro», no por su utilidad inmediata, sino por su capacidad de abrir mundos y ampliar la conciencia. El libro nos saca de la superficie de las cosas y nos introduce en la hondura del significado, allí donde la realidad deja de ser fragmento y comienza a ser relato.

La cultura digital ha favorecido una forma de atención dispersa. Saltamos de una información a otra con la sensación de estar al día, pero rara vez llegamos a comprender. El pensamiento se vuelve episódico, fragmentado, incapaz de sostener un argumento largo o una narración compleja. En este contexto, la lectura profunda aparece casi como un esfuerzo excesivo. Sin embargo, comprender siempre ha requerido tiempo. Mortimer Adler lo expresó con claridad cuando escribió que «leer supone una actividad compleja, al igual que escribir». Leer bien implica distinguir ideas principales, reconocer argumentos, dialogar con el texto, releer, dejar que el sentido se decante. Nada de esto puede lograrse desde la prisa.

Esta crisis de la lectura es también una crisis de la atención, y por tanto una crisis espiritual. Simone Weil lo formuló con una lucidez que hoy resulta especialmente actual: «La atención es la forma más rara y pura de generosidad». Leer exige esa generosidad, porque implica conceder tiempo y silencio a una voz que no somos nosotros, a un pensamiento que no controlamos. En una cultura marcada por la autoafirmación constante y la respuesta inmediata, la lectura nos educa en la escucha, en la humildad intelectual y en la paciencia.

Leer, además, no es solo un acto mental; es una experiencia que compromete a la persona entera. El cuerpo se aquieta, la respiración se acompasa, la mente aprende a permanecer. En ese sentido, la lectura se convierte en una forma de cuidado del alma. Nos devuelve al ritmo humano y nos rescata de la ansiedad permanente. San Agustín habló de la inquietud del corazón, y la lectura puede ser uno de esos lugares donde esa inquietud encuentra reposo, no como evasión, sino como profundidad. Al cerrar un buen libro, no escapamos del mundo: regresamos a él con una mirada más afinada.

Sin embargo, el amor a la lectura no nace por imposición. Nadie aprende a leer de verdad a golpe de mandato. Daniel Pennac lo recordó con una frase ya clásica: «El verbo leer no admite el imperativo». La lectura florece cuando se asocia al deseo, no al miedo; al descubrimiento, no al examen. Por eso la familia, la escuela y la biblioteca tienen un papel decisivo como mediadoras. No se trata de obligar a leer, sino de crear condiciones: tiempo sin interrupciones, espacios acogedores, libertad para elegir, acompañamiento respetuoso. El gusto por la lectura suele comenzar con una voz que lee, con una recomendación oportuna, con una experiencia positiva que deja huella.

La crisis de la lectura es, en el fondo, una crisis del tiempo interior. Hemos aceptado un modo de vida que convierte la interrupción en norma y la aceleración en virtud. Pero no todo lo valioso es inmediato. Hay comprensiones que solo llegan con la lentitud. La lectura educa en el matiz, en la complejidad, en la capacidad de sostener una pregunta sin cerrarla de inmediato. En un mundo saturado de opiniones rápidas, leer bien es también un acto ético y cívico: nos enseña a distinguir entre información y verdad, entre ruido y razón.

No se trata de rechazar la tecnología ni de idealizar el pasado. El clic puede ser una herramienta útil, pero no debe convertirse en un amo. Umberto Eco advirtió que «quien no lee, a los setenta años habrá vivido una sola vida; quien lee habrá vivido cinco mil». La lectura no compite con la tecnología; le recuerda sus límites. Frente a la lógica de la dispersión, propone una ética de la atención. Frente al ruido, una pedagogía del silencio. Frente a la fragmentación, una apuesta por la unidad del sentido.

La lectura no está muriendo; está esperando. Espera un gesto sencillo y radical: sentarse, abrir un libro, concederle tiempo a una página. En una cultura dominada por el zapping permanente, leer sigue siendo una pequeña revolución cotidiana. No promete velocidad, promete profundidad. No promete distracción, promete comprensión. Tal vez por eso Borges imaginó el paraíso como una biblioteca: porque allí donde hay libros hay memoria, diálogo y esperanza. Recuperar la lectura en la era del clic es, en definitiva, recuperar nuestra estatura humana: la capacidad de pensar con calma, de sentir con hondura y de habitar el mundo con sentido.

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