El cordero en el pesebre
A punto de parir, las ovejas recorren la tierra entre rocas prehistóricas, al borde de un pantano quieto en su otoño de lodo y lluvia que acaricia las superficies de un verde jugoso. Abren los dedos artríticos las encinas rodeadas de neblina, mientras los animales, bajo su abrigo, dejan pasar los días de adviento ajenos a nuestra necesidad de sacrificio. Y tiene la oquedad para el agua y el alimento geometría de roca horadada por el tiempo y el hombre, hueco también para la tumba de otra época, para el pesebre donde en tiempos de Jesús se cuidaba al cordero más blanco, más puro, más dulce para la Pascua, esa Pascua judía de cálices de barro y mesas con los doce apóstoles como doce son las tribus de Israel. Lo más pequeño es lo más grande y allá donde el oeste de la provincia es pueblo humilde, allá donde la raya deja el peso denso del agua del pantano, preparan las ovejas, ajenas al lobo y a nuestro apetito de fiesta, el nacimiento del cordero.
En los ramos leoneses de vela y lazos, los que nos recuerdan los brazos de la menorá judía, la pequeña llama alumbra un tiempo de solsticio y alegría. Esa alegría de la espera que no necesita de más luces que la temblorosa de cada uno de nosotros, ahí en el adviento de la espera, la preparación de la mesa de mantel limpio donde una sola esquina nos basta para lo bueno. Lo poco y bueno, lo compartido y lo sutil como cristal heredado con el cariño de los otros, vaso compartido aunque sea de ese diario afán de todas las comidas humildes. Y tiene el barrio el oropel justo para que sepamos de navidades y la puerta abierta para felicitar al vecino que no hace falta mucho más mientras los niños desean las vacaciones y se aprestan a la espera. Velas de la tradición, pesebres donde duermen entre pajas los chiquirritines de todas las músicas de pandereta y zambomba gitana al toque de la fiesta. Y campo, campo donde pacen las ovejas en la raya de la raya, en el oeste de todos los caminos, en la niebla que se enreda entre las hojas perennes y casi de acebo de la encina de la dehesa. Campo, campo, campo, y piedra horadada por la erosión del agua o el deseo del hombre de encontrar abrevadero, pesebre, tumba, hueco para resguardar lo más frágil, lo más pequeño.
Pequeño como el presente humilde de quien reparte a manos llenas lo poco que tiene, pequeño como ese gusto compartido de encender velas y ramos, flores y dulces para desear la luz. La luz de un campo verde de lluvia, de suave helada diamantina donde pacen las criaturas grandes y pequeñas del salmo anglicano sin más afán que vivir los días que se harán cada vez más largos tras la noche de la alegría. En el oeste, al borde del pantano, se aprestan las ovejas para parir corderos que custodiaran los pastores en un pesebre de piedra a la espera de la estrella y de su sacrificio.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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