, 14 de diciembre de 2025
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Derechos para un mundo herido
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Derechos para un mundo herido

Actualizado 09/12/2025 11:42

“Ahora, más que nunca, es la hora de los derechos humanos.”

VOLKER TÜRK

“Los derechos humanos son la gran utopía del siglo XXI.”

JOSÉ SARAMAGO

La actualidad de los derechos humanos es hoy un espejo que nos obliga a mirarnos con honestidad y cierta humillad interior, porque la distancia entre lo que proclamamos y lo que realmente vivimos se ha vuelto abismal. Cada 10 de diciembre repetimos que los derechos humanos son un ideal común para todos los pueblos, pero esa frase suena cada vez más frágil cuando observamos el mundo tal como es y no como desearíamos que fuese. Aun así, en medio del desconcierto, siguen siendo una brújula moral imprescindible, una dirección que nos recuerda quiénes podemos ser.

El respeto a los derechos humanos se juega en lo cotidiano: en la desnudez de quien cruza una frontera y en la ley que pretende protegerle; en el gesto solidario de un vecino y en las políticas que sostienen la vida. No es una cuestión académica, sino una prueba de humanidad. Hannah Arendt lo formuló con crudeza: existe un “derecho a tener derechos”, porque sin la pertenencia política que reconoce la ciudadanía muchos quedan expulsados de la condición mínima de humano reconocible. Esa expulsión es la herida que atraviesa nuestro tiempo: apátridas, migrantes, desplazados que no caben en las cuentas ni en las estadísticas, y cuya vida se vuelve prescindible.

La economía mundial ha naturalizado una lógica que evalúa personas por su utilidad; en esa medida, los derechos se vuelven concesiones y no garantías. Adorno advertía que “no se puede servir a dos señores, o los derechos o el mercado”; cuando el mercado dicta prioridades, la dignidad humana pierde su lugar central. José Saramago hablaba de los derechos como “la gran utopía del siglo XXI”, y ese calificativo no es derrota sino llamada: utopía significa horizonte que orienta la acción. Si renunciamos a ese horizonte, aceptamos que la vida de muchos sea moneda de cambio.

Vivir la actualidad de los derechos humanos exige una ética material que ponga la vida en el centro. Enrique Dussel formuló una frase que obliga a medir políticas por su impacto real: “La vida humana no es un concepto… sino un modo de realidad”. Traducir esto en políticas concretas implica que libertad, salud, educación y vivienda no sean meros enunciados jurídicos sino condiciones efectivas. Amartya Sen lo recordaba: la libertad real es la capacidad de vivir la vida que uno valora; sin condiciones materiales mínimas, la libertad es un nombre vacío.

La memoria histórica y la pedagogía democrática son defensas contra la barbarie. Feinmann recordaba que “el factor fundamental del genocidio es ver al otro como un cuerpo extraño dentro de la nación”; cuando el lenguaje deshumaniza, la escalada de violencia encuentra legitimación. Por eso la educación en derechos y el fortalecimiento de instituciones independientes son medidas que no admiten demora: tribunales que impidan la tortura, comisarías con protocolos, justicia que no negocie la impunidad.

La justicia exige, además, una crítica de las relaciones de poder. Beuchot formula con precisión que “los derechos humanos son derechos radicados en la naturaleza humana”; esa fundamentación no es nostalgia, sino brújula: la ley positiva debe custodiar lo anterior, no reemplazarlo. Moltmann aporta una advertencia moral: “Hay derechos humanos, en plural. Pero la dignidad humana se menciona en singular”; múltiples derechos, una misma dignidad a proteger. Esa unidad obliga a políticas coordinadas: la lucha contra la pobreza, la defensa del medio ambiente, la garantía de salud y educación son caras de un mismo mandato moral.

La crisis climática y la revolución tecnológica exigen ampliar el catálogo de derechos. Volker Türk decía con urgencia que “ahora, más que nunca, es la hora de los derechos humanos”; añadir derechos ambientales, digitales y de paz no es capricho, es reconocer las amenazas que ponen en riesgo la vida colectiva. De la misma manera, la vigilancia algorítmica y el “capitalismo de la vigilancia” requieren que la privacidad y la autonomía sean protegidas como derechos fundamentales.

La solidaridad debe traducirse en práctica institucional. La solidaridad no es un gesto privado sino un principio político y jurídico; reclamarla solo como virtud moral es insuficiente. Políticas públicas que garanticen acceso real a servicios, control social de los resultados y participación vinculante de los afectados son medidas concretas que hacen creíble la palabra derecho. No es caridad: es justicia.

También es necesario recuperar la dimensión ética-poética de la vida social. La cultura puede anestesiar o despertar —esa tensión está en la escena pública—; el gesto de Shostakovich (uso de su música paraprotestar veladamente contra la opresión y la brutalidad del régimen soviético), citado por muchos como “respuesta creativa de un artista a una crítica justa”, recuerda que el arte puede nombrar la injusticia y sostener la resistencia. La memoria, la palabra y la creatividad son aliados políticos: mantienen vivos los relatos que impiden la repetición del horror.

Finalmente, la esperanza práctica es una ética del cuidado y la acción. Pensar no basta: hay que traducirlo en gesto, política y cuidado. La defensa de los derechos humanos no se mide en discursos sino en vidas concretas: en el niño que va a la escuela, en la mujer que escapa de la violencia, en el migrante que obtiene refugio, en la comunidad que recupera su agua. Cada pequeño acto de justicia es un contrapeso a la indiferencia.

Si la dignidad es una sola, cada derecho es su correspondencia práctica. Defenderlos hoy es, por tanto, una tarea espiritual tanto como política: reconocer al otro como rostro, como sujeto de valor, y cuidar de su vida como si fuera la propia. Eso exige coraje, instituciones y ternura. Y, sobre todo, una decisión: no aceptar que la humanidad se fragmente en privilegiados y sobrantes. Eso, sí, es la actualidad de los derechos humanos: no un repertorio de buenas intenciones, sino una forma de vivir juntos con justicia y compasión.

Porque, al final, defender los derechos humanos es defender la humanidad misma. Y eso empieza siempre por un acto sencillo: mirar al otro y reconocer en él —sin duda, sin miedo, sin condiciones— a un hermano.

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