En tiempos de misivas cariñosas llenas de buenos deseos para las fechas que iluminan el calendario, escribe desde el otro lado del mundo un mandatario de trazo grueso que inunda sus estancias de árboles de navidad tan enhiestos como su propio ego. Es una carta a esa Europa deseada escrita por un grandilocuente que se inclinó tanto frente a una princesa, que esta no pudo, pese a su exquisita educación inglesa y el peso de la tiara, más que esbozar ante él un gesto de desprecio convertido en mueca.
Tiene nuestro corresponsal en la casa de rosaledas arrancadas que olían al recuerdo de chanel de Jacki Kennedy y su aura de Camelot, pluma tosca inundada de petróleo que saca sangre cada vez que firma alguna paz incierta de esas que, una vez ratificadas, sacrifican a otros cuantos para no perder la costumbre. Si no fuera porque amo cualquier ave, le compararía con un pavo listo para ser trinchado en una ceremonia de acción de gracias, o de desgracias, como las que sufren los países del sur de su patio trasero cada vez que tiene alguna ocurrencia como volar lanchas o querer retirar a ególatras del tamaño de su tupé. Un pavo presuntuoso capaz de decirle a Europa que apesta su decadencia, y es más, darle consejos que, evidentemente, no sirven para lo suyo. Lo suyo lleno de basura blanca que sobrevive en roulottes paupérrimas y soldados desplegados como los árboles de navidad que inundan su casa. A veces, tantas luces ocultan el vacío, la vacuidad, la podredumbre. Luces que agreden en estas ciudades nuestras rendidas a la evidencia del consumo y de la locura de la celebración, que algunos conjuramos con el retiro a los cuarteles de invierno, esquina en la mesa de un mantel compartido, libro abierto, figuritas de siempre en el nacimiento infantil, cajita para el regalo, encuentro para el corazón aunque lo tengamos adolorido por la ausencia.
Tiene, y continúo con el gañán envuelto en oropeles de lujo, envidia de la vieja Europa, de ahí que su felicitación navideña esté trufada de resentimiento. Y nosotros, al otro lado, vino caliente especiado, dulces de origen árabe, belenes en la Gaza del pesebre pobre y velas de adviento, no podemos por menos que enviarle nuestros buenos deseos. Esos que se cubren de lana, se aprestan a dibujar tarjetas de navidad, poner guirnaldas hechas por los niños y buscar el regalo para el abuelo. Esos que van a misa del gallo y que
atienden a quien nada tiene en el mercadillo solidario de nuestros afanes, esos con ganas de vacaciones escolares, de casa calentita, de árbol con el espumillón de todos los años. Nosotros, que miramos al sátrapa gruñón con cierto hastío y hasta le deseamos que pase felices fiestas y tenga, esta vez sí y para todos sus secuaces, un próspero año nuevo.
Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez.
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