“Allí donde está tu atención, está tu vida.”
SIMONE WEIL
“Solo quien espera puede ver.”
D. BONHOEFFER
El Adviento llega cada año como una invitación a la espera, pero no una espera pasiva, sino una espera que ayuda a despertar. Es un tiempo breve y silencioso que se abre paso en medio de la prisa, del ruido y de una cultura que reduce la vida a estímulos rápidos y deseos inmediatos. Este tiempo, tan antiguo y tan vigente, no nos invita a añadir cosas, sino a quitar ruido; no busca llenar, sino hacer hueco. Y quizá sea este gesto inicial —vaciar para poder recibir— el que mejor nos prepara para una pregunta que se vuelve cada vez más decisiva: ¿cómo habitar el mundo cuando la cultura dominante nos empuja a consumirlo todo, incluso a nosotros mismos? En un entorno donde el brillo de las ofertas sustituye al brillo de la esperanza, el Adviento se convierte en un pequeño acto de rebeldía: recordar que otra forma de vivir es posible.
Nuestro tiempo, marcado por lo efímero y la fragmentación, ha vuelto más difícil esta tarea. Vivimos en una sociedad líquida, como diría Bauman, donde casi todo parece resbalar entre las manos: vínculos, proyectos, certezas, incluso la propia identidad. Pero esa fragilidad no es nueva. Pascal lo había expresado con su célebre frase: el ser humano es “solo una caña pensante”, una mezcla de vulnerabilidad y grandeza, siempre expuesto al vacío pero también capaz de hacer preguntas esenciales. Y en medio de esta tensión aparece un interrogante: ¿cómo habitar el mundo sin caer en la superficialidad que impone la cultura consumista, sin dejarnos arrastrar por la velocidad y la dispersión?
La respuesta pasa, antes que nada, por recuperar la capacidad de sentido. Jean Grodin insistía en que una vida sin sentido acaba por volverse hostil a sí misma, incapaz de orientarse ni de sostenerse en la adversidad. Y Juan Antonio Estrada recuerda que el ser humano no puede sobrevivir sin un marco que permita interpretar la existencia: “La vida o tiene sentido o se convierte en absurda”. Ese marco no tiene por qué ser religioso en un sentido institucional, pero sí espiritual en un sentido radical. Habitar el mundo exige abrirse al misterio, a esa dimensión de la realidad que no se agota en la utilidad ni en el cálculo. Abrirse a una presencia que nos desborda y, sin embargo, nos constituye.
La experiencia religiosa, en su raíz más profunda, es precisamente esto: una forma de situarse en la vida, una orientación interior que nos ayuda a no perdernos en la inmediatez. No nace —como recuerda Viktor Frankl— “de la indigencia, sino de la vivencia del misterio”, de esa percepción de que la vida es más de lo que captan los sentidos. Frente a un consumismo que promete saciedad pero ofrece vacío, la espiritualidad propone un camino de profundidad. No sustituye la realidad, la intensifica. No huye del mundo, lo ilumina. Y al hacerlo, nos enseña a superar el consumo no por renuncia forzada, sino por descubrimiento de algo mejor.
Superar el consumismo implica habitar el mundo desde otro centro, desde otra medida. Implica recuperar la atención, porque donde ponemos la atención ponemos la vida. Simone Weil lo formuló con precisión: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad”. En tiempos de pantallas que capturan nuestra mirada y fragmentan nuestro pensamiento, aprender a prestar atención se convierte en un acto espiritual. Significa elegir lo que vale, filtrar lo que sobra, cuidar la propia interioridad. El mundo digital —como advierten Bauerlein y Byung-Chul Han— multiplica el ruido y empobrece la reflexión. Habitarlo sin perderse exige una disciplina de la mente y del corazón, una especie de ayuno de estímulos para que lo esencial vuelva a resonar.
Pero no basta con interioridad: habitar el mundo implica también habitar al otro. El consumo tiende a encerrarnos en nosotros mismos, a convertir la vida en un proyecto autorreferencial. La espiritualidad auténtica hace lo contrario: nos descentra. Nos abre a la fraternidad, a la responsabilidad, a la compasión. Gabriel Marcel explicaba que el misterio solo se ilumina en el encuentro con el tú, y que la esperanza nace cuando reconocemos al otro como alguien que me concierne. Superar el consumo es, en buena medida, aprender a mirar al otro no como un medio, sino como un rostro, una llamada, una presencia que me transforma.
La fe cristiana, si quiere tener algo que decir en este mundo, debe encarnar esta lógica de apertura y cuidado. Su misión no es recuperar glorias perdidas ni defender trincheras, sino ofrecer una mística del amor y la misericordia que pueda sostener a quienes viven agotados por un mundo que exige demasiado y ofrece demasiado poco. No se transmite por discursos, sino por vida; no por imposición, sino por testimonio. Y solo cuando vuelve a los últimos, a quienes cargan el peso de la injusticia, se descubre fiel a su origen.
En un mundo consumista, la verdadera resistencia no es moralista, sino espiritual. No se reduce a consumir menos, sino a vivir más. Vivir con profundidad, con gratitud, con consciencia. Redescubrir los símbolos que educan en el misterio, los gestos que devuelven humanidad, los silencios que curan, las relaciones que sostienen. Habitar el mundo es aprender a distinguir entre lo urgente y lo importante, entre lo que brilla y lo que ilumina.
Quizá por eso el Adviento tiene tanto que decirnos hoy. Porque enseña a esperar sin ansiedad, a caminar sin prisa, a mirar sin acumulación, a vivir con la certeza humilde de que lo esencial no llega por la fuerza, sino que se recibe. Y cuando aprendemos a recibir —desde dentro, desde la verdad, desde el silencio— entonces sí, habitamos el mundo de una forma nueva. Una forma que nada puede comprar ni sustituir.
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