Y no se trata, evidentemente, de ceder al peso de una costumbre. En Vuestro gesto hay un reconocimiento público de que nos hace falta la luz y la ayuda de Dios en esta hora.
Palabras que vienen del comienzo de una homilía pronunciada hace casi cincuenta años, el 27 de noviembre de 1975 en San Jerónimo el Real. Fue la última vez que un rey de España, con la naturalidad de un rey católico, daba cabida a la celebración eucarística en el contexto de su coronación, y lo hizo acertadamente con la Misa votiva del Espíritu Santo.
No andaré muy desencaminado si me atrevo a pronosticar que, por este vecindario y otros lares, se habrán sucedido en estos días alegatos furibundos contra el difunto Franco y el cuasi-desterrado Juan Carlos I, en los cincuentenarios de su fallecimiento y de su acceso al trono, respectivamente. En alguno no habrá faltado esa sensación nauseosa con que cursa el más trasnochado anticlericalismo, enfermedad curable de todos modos. Sin ánimo de ser repetitivo, me limito a releer y, de alguna manera, reivindicar la prédica del cardenal Tarancón en aquella hora trascendental, cuando al referirse al Espíritu Santo nos recordó que Él es la luz, la fuerza, el guía que orienta toda la vida humana, incluida la actividad temporal y política.
Consciente de que el camino que continuaba también habría de significar cambio y avance, definió la hora para la que se pedía la luz y ayuda divinas como hora de tránsito, y lejos de la soledad con que el monarca recibía la pesada corona, incidía en un todos que incluía al conjunto de los españoles, ya no súbditos sino sujetos de soberanía: participación de todos, colaboración de todos, prudencia de todos, talento y decisión de todos. El cardenal afirmó que sobre nuestro esfuerzo descenderá la bendición de quien es el «dador de todo bien» y como representante de la comunidad cristiana aseguró que la Iglesia se siente comprometida con la Patria. Los miembros de la Iglesia de España son también miembros de la comunidad nacional y sienten muy viva su responsabilidad como tales. Saben que su tarea de trabajar como españoles y de orar como cristianos son dos tareas distintas, pero en nada contrapuestas y en mucho coincidentes. Así lo sostiene la doctrina cristiana, en la que el amor a la patria se corresponde con el cuarto mandamiento, sin olvidar el deber de obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hechos de los Apóstoles 5, 29).
El arzobispo de Madrid-Alcalá aprovechó la ocasión para enmarcar la postura de la Iglesia ante el poder temporal y los asuntos del mundo: La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar toda la riqueza del Evangelio ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar opciones o soluciones concretas de Gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. La Iglesia no patrocina ninguna forma ni ideología política y si alguien utiliza su nombre para cubrir sus banderías, está usurpándolo manifiestamente. La Iglesia, en cambio, sí debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad, especialmente cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades justas o ayudar a promover las causas de la paz y de la justicia con medios siempre conformes al Evangelio.
Añadió que la Iglesia nunca determinará qué autoridades deben gobernarnos, pero sí exigirá a todas que estén al servicio de la comunidad entera; que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad de todos y la necesaria participación común en los problemas comunes y en las decisiones de gobierno; que tengan la justicia como meta y como norma, y que caminen decididamente hacia una equitativa distribución de los bienes de la tierra. Todo esto, que es consecuencia del Evangelio, la Iglesia lo predicará, y lo gritará si es necesario, por fidelidad a ese Evangelio y por fidelidad a la Patria en la que realiza su misión. Y es que el mejor plan que puede ofrecer la Iglesia para la transformación del mundo no es fruto de sus deliberaciones y documentos sino precisa y sencillamente el Evangelio. Para ello, reiteró la obediencia de los cristianos a las autoridades civiles legítimas y, lejos de los privilegios, demandó libertad para anunciar el Evangelio, incluso cuando su predicación pueda resultar crítica para la sociedad concreta en que se anuncia; una libertad que no es concesión discernible o situación pactable, sino el ejercicio de un derecho inviolable de todo hombre. Sabe la Iglesia que la predicación de este Evangelio puede y debe resultar molesta para los egoístas; pero que siempre será benéfica para los intereses del país y la comunidad.
La parte final de la homilía, tras prometer la oración de la Iglesia por el nuevo rey, se dirigió más personalmente a don Juan Carlos, para el que pidió un amor entrañable y apasionado a España siendo el rey de todos los españoles, que promoviera la formación de todos los españoles y que tuviera acierto y discreción para recorrer el proceso hacia la participación libre y activa de todos los ciudadanos, al tiempo que deseaba respeto y colaboración en las relaciones Iglesia-Estado.
Concluyó el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, en aquella Misa votiva de coronación de Juan Carlos I, aludiendo al reinado de Cristo, el que celebramos este último domingo del año litúrgico: Ojalá un día, cuando Dios y las generaciones futuras de nuestro pueblo, que nos juzgarán a todos, enjuicien esta hora, puedan también bendecir los frutos de la tarea que hoy comenzáis y comenzamos. Ojalá pueda un día decirse que Vuestro reino ha imitado, aunque sea en la modesta escala de las posibilidades humanas, aquellas cinco palabras con las que la liturgia define el infinitamente más alto Reino de Cristo: Reino de Verdad y de vida, Reino de justicia, de amor y de paz.
Que así sea también para el hoy reinante Felipe VI, aunque ya no se invocara públicamente al Espíritu Santo cuando asumió el cuidado y servicio de la nación. Que así sea para España, porque la misma luz necesaria entonces lo es ahora. No han cambiado su hermoso brillo ni su esclarecedora potencia. Cincuenta años no son nada en el tiempo de la eternidad.
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