William Faulkner en “Las palmeras salvajes” evocaba lo que podría ser un día perfecto y, particularmente, la necesidad de contentarse con tener unos pocos a lo largo de toda una vida. Wim Wenders, muchos años después hizo una película llamada así “Días perfectos”, rodada en Japón y donde el protagonista es el encargado de unos baños públicos que vive su fea rutina sin quejarse y sin estridencias (es Japón, no lo olvidemos) y se contenta con la felicidad que le da la lectura, entre otros libros, de “Las palmeras salvajes” de Faulkner. Jacobo Bergareche (quédense con este nombre si quieren leer algo que merezca la pena) construye una muy bonita y bien escrita novela con ese mismo título (Los días perfectos, 2023) a partir de las cartas que Faulkner enviaba a su amada y de la evocación de esos pocos días perfectos en la vida gris del protagonista, que dista mucho de estar contento con su suerte. Valga toda esta introducción para recomendarles a ustedes algunas lecturas nutritivas al hilo de mis propios pensamientos sobre esa cuota de días perfectos a la que, por lo visto, tenemos derecho. A veces hay que escribir columnas a partir de muy poca cosa, y a los que no tenemos ni el talento de la prosa fácil ni la poesía a flor de lápiz para hablar de lo que nos conmueve en un momento o en un día determinado, agarrarnos a los libros y a las películas es un recurso muy útil.
Nadie más alejado de la búsqueda de la perfección que esta que suscribe. Me gano la vida con un oficio donde lo perfecto es imposible y me entretengo escribiendo, donde tanto cuesta no ya rozar la perfección sino, simplemente, elaborar un texto decente. La búsqueda de lo perfecto crea frustración e impide disfrutar de lo simplemente bueno, que tampoco es tan abundante ni frecuente. Si lo mejor es enemigo de lo bueno, lo perfecto es un recado de Satanás.
Y esto que nos pasa a las personas les pasa también a las ciudades, que no dejan de ser la suma de muchas personas juntas. Yo creía que París (junto con Roma, Nueva York y Salamanca) era la ciudad perfecta que tenía todo lo que a mi me importaba para vivir, disfrutar, recrear la vista, estimular el cerebro y alimentar el alma. Y París, como cualquier otra urbe, sucumbe a las hordas turísticas aunque las ordene por filas; no consigue hacer desaparecer las chinches de los hoteles ni limpiar el Sena, y acaba por ser un decorado de cartón piedra donde malamente se pueden esconder la miseria humana y sus pobres miserables que duermen arropados por cartones. Para seguir apreciándola, nada como pasar tres días viéndola de lejos, acercándose a ella lo justo para disfrutar de un rincón, un cuadro de pintor desconocido, un jardín dedicado a los soldados republicanos españoles o la ventana por donde los ladrones se llevaron las joyas de Napoleón III. Compartir una baguette de las de verdad con un buen queso, brindar con dos copas de champagne con amigos perdidos de vista y recuperados y marcharnos a la cama por la noche diciéndonos que esos han sido parte de los pocos días perfectos a los que tenemos derecho en nuestra existencia.
Claro que no hace falta ir a París para tener un día perfecto; es más, tantas veces ni siquiera debería hacer falta salir de casa. El problema es que en casa nos acosan los estafadores que llaman por teléfono, los rincones llenos de polvo que hay que limpiar, las lavadoras que no se ponen solas, las neveras por abastecer y tantas pequeñas cosas de la rutina cotidiana que son tan molestas como inevitables, y de las que hay que huir para buscar uno de esos días perfectos de los que escribían Faulkner y Bergareche con noventa años de diferencia entre ambos, aunque sea uno solo. Si de repente se encuentra una con tres juntos y seguidos, no queda más remedio que darle gracias a la vida; y esperar que el cupo no se haya agotado.
Concha Torres
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