Viernes, 05 de diciembre de 2025
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Ante el espejo de la pobreza
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Ante el espejo de la pobreza

Actualizado 12/11/2025 07:58

“Lo segundo que pierdes cuando pierdes tu casa es el lenguaje. La palabra, dijo un filósofo, es la casa del ser. Sin casa un un ser humano va quedándose mudo.”

JORGE BUSTOS

“Hasta las políticas mejor intencionadas y elaboradas con el mayor cuidado pueden carecer de impacto si no se llevan a cabo adecuadamente.”

ABHIJIT V. BANERJEE & ESTHER DUFLO

La pobreza no es solo la falta de dinero o de recursos materiales, sino la privación de capacidades y oportunidades que impide a las personas vivir con dignidad. Significa no poder cubrir necesidades básicas como la alimentación, la salud, la educación o la vivienda, pero también carecer de voz, de poder y de horizonte. Amartya Sen la definió como “la falta de libertad para elegir y actuar”, una condición que encoge el mundo hasta reducirlo a la pura supervivencia. En España, esta experiencia adopta formas persistentes y diversas, alimentadas por desigualdades que ya no se explican solo por la coyuntura, sino por estructuras profundas que limitan las posibilidades de millones de personas.

Bajo los discursos de crecimiento y de récords de empleo late una realidad obstinada: una sociedad fracturada, donde una de cada cinco personas vive por debajo del umbral de la pobreza y donde la exclusión se ha vuelto más crónica, más joven y más difícil de revertir. Como advierte el IX Informe FOESSA (2025), “el crecimiento económico no se ha traducido en una reducción proporcional de la desigualdad; más bien ha consolidado un modelo donde las brechas se hacen estructurales y persistentes”. La prosperidad y la precariedad conviven en el mismo espacio social; el bienestar coexiste con el miedo a perderlo. España arrastra un patrón desigualitario que no nació con las crisis recientes, sino que se ha ido sedimentando durante décadas. A pesar de los avances en derechos y bienestar, la pobreza sigue siendo estructural, ligada a un modelo productivo frágil, a un mercado laboral dual y a un Estado social que no siempre alcanza a los más vulnerables.

La crisis financiera de 2008 abrió una herida que no ha cicatrizado. La pandemia y la crisis energética la ensancharon, separando a quienes pudieron resistir gracias a la estabilidad laboral y al patrimonio de quienes quedaron atrapados en la fragilidad. En 2023, el riesgo de pobreza alcanzaba al 20% de la población, muy por encima de la media europea. Lo más inquietante es que casi la mitad de las personas pobres lo son de forma persistente, atrapadas durante años en una misma condición de la que no se sale solo con esfuerzo.

El rostro de la pobreza en España es hoy más joven y más femenino. La pobreza infantil ronda el 29%, diez puntos por encima de la media adulta. Son hijos e hijas de familias monoparentales, en su mayoría encabezadas por mujeres, que combinan empleos precarios, horarios imposibles y alquileres inasumibles. La infancia, que debería ser promesa, se ha convertido en frontera. El hogar, antes símbolo de estabilidad, se ha transformado en una trampa: una de cada cuatro familias sufre exclusión residencial, y casi la mitad de los inquilinos destina más del 40% de su renta al alquiler. Tener casa propia es hoy un privilegio, no un derecho.

El empleo ya no garantiza la integración. Aunque se ha reducido la temporalidad y el salario mínimo ha crecido, millones de trabajadores sobreviven con contratos parciales, sueldos bajos y sin posibilidad de ahorro. Son los nuevos pobres con trabajo, símbolo de un modelo que no redistribuye ni protege. Las brechas salariales entre hombres y mujeres, entre jóvenes y adultos, entre nacionales y extranjeros, revelan un mercado fragmentado que multiplica las desigualdades y debilita los vínculos comunitarios.

A todo ello se suman las diferencias territoriales. El sur y las islas concentran las tasas más altas de pobreza, mientras el norte mantiene mejores indicadores. El código postal se convierte en destino: no todos los lugares de España ofrecen las mismas oportunidades. Y la exclusión, además de económica, es psicológica y social. La soledad, la ansiedad y la fatiga emocional son hoy nuevas formas de pobreza. Vivir sin esperanza, sin propósito, sin vínculos, es otra forma de indigencia moral.

Superar esta fractura exige más que buenas intenciones o ayudas puntuales. Se necesita una visión de justicia estructural. Combatir la pobreza implica prevenirla, no solo paliarla. Significa construir un sistema económico y social que distribuya poder, riqueza y oportunidades antes de que la desigualdad se produzca. Ello pasa por un mercado laboral más justo, una fiscalidad progresiva que grave la riqueza y un gasto social que llegue donde realmente duele. La redistribución no es caridad: es justicia en acto.

El Estado debe garantizar un suelo de dignidad. El Ingreso Mínimo Vital ha supuesto un avance, pero necesita ampliarse y simplificarse para ser realmente accesible. Convertirlo en un derecho real implica eliminar trabas burocráticas, hacerlo compatible con el empleo y coordinarlo con los servicios sociales. La pobreza no se erradica con papeleo, sino con acompañamiento, con políticas que reconozcan a las personas, no solo sus expedientes.

La vivienda, epicentro de la desigualdad, exige una transformación profunda. Dejar de tratarla como mercancía y reconocerla como derecho es una urgencia moral y política. Multiplicar el parque público de alquiler, regular precios y rehabilitar barrios degradados no son medidas ideológicas, sino gestos de justicia. La casa no debería ser un privilegio, sino el punto de partida para una vida digna.

La educación, por su parte, es la herramienta más poderosa contra la desigualdad. Invertir en la primera infancia, ofrecer becas suficientes, evitar el abandono escolar y dignificar la formación profesional son pasos imprescindibles para romper la transmisión hereditaria de la pobreza. Un niño que aprende es un adulto libre; y una sociedad que educa bien a sus hijos está invirtiendo en su propio futuro moral.

También es urgente repensar el cuidado. La feminización de la pobreza solo se superará cuando el trabajo doméstico y de cuidados se reconozca como una función social esencial. La igualdad real exige tiempo, recursos y corresponsabilidad. Cuidar no debe ser una carga individual, sino una tarea compartida entre Estado, comunidad y familia. Los países que valoran el cuidado son también los que mejor protegen la dignidad humana.

La justicia social y la justicia ambiental deben ir de la mano. No habrá igualdad duradera en un planeta degradado ni sostenibilidad sin equidad. La transición ecológica ha de ser justa, generando empleo digno y oportunidades en los territorios más vulnerables. La lucha contra la pobreza y la protección de la Tierra no son batallas distintas: ambas nacen del mismo principio ético, el respeto por la vida.

El Informe FOESSA concluye con una idea moral que trasciende las cifras: “Aceptar que millones de personas vivan en pobreza en un país que nunca produjo tanta riqueza no es una necesidad, sino una elección colectiva”. Erradicar la pobreza es una tarea ética, política y espiritual: significa devolver a cada ser humano la posibilidad de elegir, de soñar, de vivir sin miedo. No basta con contar pobres; hay que contar con ellos. Y esa es, quizá, la medida más profunda de una democracia auténtica: la capacidad de no dejar a nadie fuera del horizonte común.

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