Paseo por el centro histórico con la sensación del anacronismo sobre mis espaldas. Los pocos edificios históricos que restan en las entrañas de la ciudad son documentos pétreos de un mundo que ya no existe. Las pesadas puertas de madera como ideologías de la clausura vigilan la animadversión de los turistas ante una llovizna repentina que enturbia sus cristales y se imprime en sus móviles en el profético afán de la memoria perdida. Alguien ha tocado la arenosa piedra de Villamayor en una especie de supersticioso sentido háptico, como si estuviera ante una reliquia de un tiempo no reconocido, una forma perdida de amar. El discurso está hecho, el porvenir escrito: seguimos acercándonos al patrimonio cultural en el sentido del peregrinaje. Divino, teologizado, místico.
Parece que durante las últimas décadas la preocupación por integrar el patrimonio cultural en la vida diaria se ha incrementado. Mover el patrimonio como se mueven los corazones, rítmicos, sin pausa y con la emoción contenida, es fundamental para patentar su organicidad. Los eruditos ven en la confusión de los tiempos modernos una forma de malentender el patrimonio a la manera de una agresión iconoclasta. Los comentarios ofendidos ante el hecho de que se toque una imagen devocional—en actos, precisamente, de contacto—son una muestra de cómo la visión del patrimonio ha pasado por un proceso de estandarización donde los criterios de visibilidad (en el sentido óptico) priman sobre el sentido original de las piezas en un intento malogrado de asimilarlas a piezas de museo. El contexto en el que aparecen se difumina en un aura de contemplación mística logocéntrica: solo el pensamiento objetivado mediante la palabra es válido. En una cultura de la imagen como es la actual, rechazamos precisamente la imagen en pos de un discurso sesudo de apariencia semiótica, pero de trasfondo vacuo y oscuro. Frente a esto, el contacto con el patrimonio se ha manifestado de una manera específica, aunque no única, dentro de las dinámicas tardocapitalistas de la reproductibilidad infinita de la imagen. Es fácil de ver, ante una imagen la reacción oscila entre la indiferencia y su captura vía medios digitales. Ambas reacciones, que no nos confundan, pueden redundar en una pobre cultura visual incapaz de asir el contenido veraz de la obra en cuestión o el cansancio ante demasiadas imágenes, si bien es cierto que la segunda es la reacción lógica al deseo de continuar el diálogo que se establece entre el arte y las personas con el matiz velado de la falsaria “alta cultura”. Fotografiar una obra de arte en la era de la imagen es dotarla de nuevos significados asociados. Se elige el encuadre en busca de centrar algún detalle destacable y descartar lo sobrante, a primeras insignificante. Con ello, emerge lo subjetivo, la conciencia del gusto que nos hace fijarnos en lo que ama la vista y anima el espíritu, el deseo primario de fundamentar la conservación del recuerdo. Es, en sí, el fomento de la “actividad háptica del ojo”: se afana inquietado en recorrer cada parte de la imagen para no perder detalle alguno de lo que se contempla, aunque sea en detrimento de la visión de conjunto. La alteración icónica de la reproductibilidad particular dada gracias a una pseudodemocratización de la fotografía es, por tanto, una actividad más relacionada con la iconofilia subjetiva y el objetivo de mostrar algo propio a través de lo ajeno. No es ya la automatización a la que nos someten las interpretaciones artísticas, sino la elección de un parte que amamos porque habla de nosotros. Así, en mi caso concreto, las imágenes reproducidas que más abundan en mi galería propia son tipos iconográficos concretos, gestos o colores que no dimensionan la realidad exterior, sino la expresión pura de lo que mis ojos han tocado. La relación estrecha con las imágenes—ya manifestada desde el génesis de la actitud icónica—que muestro tiene puntos de contacto con el misticismo religioso contrarreformista. La fotografía de los bienes se erige como una forma de satisfacción con una idea identitaria, pero también con la memoria y, en definitiva, palia la negación del tacto.
La relación con las imágenes no ha cambiado tanto como pensamos. Las necesidades actuales de nuestros tiempos han venido a sustituir actitudes enraizadas en el sentir humano como es el de la admiración, en términos amatorios, con las imágenes. La red de alta tensión que erige la intelectualidad tacha de supersticioso el conocimiento cercano. Y ante ello quizás solo resta que amamos.
La empresa Diario de Salamanca S.L, No nos hacemos responsables de ninguna de las informaciones, opiniones y conceptos que se emitan o publiquen, por los columnistas que en su sección de opinión realizan su intervención, así como de la imagen que los mismos envían.
Serán única y exclusivamente responsable el columnista que haga uso de nuestros servicios y enlaces.
La publicación por SALAMANCARTVALDIA de los artículos de opinión no implica la existencia de relación alguna entre nuestra empresa y columnista, como tampoco la aceptación y aprobación por nuestra parte de los contenidos, siendo su el interviniente el único responsable de los mismos.
En este sentido, si tiene conocimiento efectivo de la ilicitud de las opiniones o imágenes utilizadas por alguno de ellos, agradeceremos que nos lo comunique inmediatamente para que procedamos a deshabilitar el enlace de acceso a la misma.