Coincidiendo con la reciente designación del Premio Nobel de Literatura, les traigo esta semana un libro de un autor que también obtuvo el galardón de la Academia sueca en 2006; una novela, quizá, la mejor de su autor, el turco Orhan Pamuk, y, en cualquier caso, la más traducida y difundida. Se trata de Me llamo Rojo, una excelente puerta de entrada a la copiosa obra de un autor muy traducido en el mundo entero y, obviamente, también en nuestro país, incluso antes de la concesión del Premio y su consiguiente repercusión global.
La editorial presenta el libro bajo la rúbrica de “novela total”. La calificación, que podría parecer excesiva al saberla proviniente de la propia editora, se ajusta, sin embargo, a lo que es realmente Me llamo Rojo. Porque estamos, en efecto, ante lo que en primer lugar puede aparecer como una novela histórica que nos traslada al Estambul del siglo XVI, pero que es, además, una historia de amor, llena de sucesos deliciosos, rezumando pasión, ternura y sensibilidad (Doce años atrás, en Estambul, me había enamorado de mi prima, aún una niña), también dobles intenciones, celadas y ocultamientos; es, igualmente, una intriga detectivesca, con un asesinato que se revela en las primeras páginas y para el que hay varios sospechosos y una investigación y móviles y pistas y testigos como en cualquier novela negra al uso; es, a la vez, una novela de aventuras, con peripecias sin cuento y leyendas y mitos y relatos intercalados; admite igualmente una lectura filosófica sobre las diferencias en el modo de sentir, de entender el mundo, de concebir la existencia entre Oriente y Occidente; es, sin duda, una magnífica descripción del mundo islámico, no ya el de la época histórica recreada en la novela, que se describe con minuciosidad y precisión, sino, por extensión, del actual, con las tensiones internas, las contradicciones, las expectativas y las amenazas que las modernas sociedades de raíz musulmana albergan en su seno; es también un interesante y documentado estudio sobre el arte, en particular sobre las formas de representación pictóricas, que puede ser extrapolado al ámbito de la literatura, por lo que cabe su lectura, además, como una novela “metaliteraria”; y puede, por último ser entendida en clave política pues contiene profundas y enjundiosas reflexiones sobre el ejercicio de las libertades individuales en sociedades cerradas, sobre las relaciones del artista o del simple ciudadano con el poder, sobre la tolerancia y los fanatismos, sobre las sociedades laicas y las religiones totalitarias, en una metáfora evidente del dilema que asalta hoy día a la sociedad turca, debatiéndose entre una Europa moderna y secularizada y la regresión que representa un Islam tantas veces fanático y anacrónico, en un conflicto que aquí tan bien conocemos.
Transcurre el siglo XVI. El Sultán turco, fascinado por los motivos, por los estilos, por los modos de la pintura de los ‘francos’, de los cristianos occidentales, por su modo de reflejar la realidad, por la fidelidad de sus retratos, por las insólitas combinaciones de la perspectiva, y movido también por el ansia de inmortalidad que es, al parecer, inseparable atributo del poder, de todos los poderes, decide pasar a la Historia -e impresionar a sus enemigos cristianos- en un libro, un singular libro bellamente ilustrado, que narre sus hazañas, los logros de su sultanato, los prodigios alcanzados por el imperio otomano bajo su mando y que -el orgullo del poderoso- incluya una representación de su figura, una imagen de su persona. Encarga el proyecto al reputado ‘taller’ del Maestro Osmán, en el que trabajan los cuatro mejores ilustradores de la época: los maestros Aceituna, Cigüeña, Mariposa y Donoso, en las denominaciones que les atribuye su maestro.
Pero el proyecto del Sultán no está exento de problemas: la representación figurativa contraviene el espíritu, y hasta la letra, del Corán, que prohíbe la presencia en los libros de la imagen humana por considerarla un desafío al poder divino; una intolerable arrogancia del hombre que se atribuye poderes alejados de su mísera condición terrenal; un soberbio reto de las criaturas contra su creador que conduce a la adoración de ídolos; un peligroso primer paso de un proceso que, de aceptarse, llevaría a subvertir todos los valores que el Islam inspira, a hacer peligrar los fundamentos del estilo de vida musulmán. El libro, pues, debe hacerse en secreto. Un buen día, y aquí se pone en marcha la novela, el Maestro Donoso aparece brutalmente asesinado, y su muerte parece tener que ver con el libro y sus ilustraciones.
A partir de este hecho inaugural, se suceden los diversos capítulos, narrados por distintos personajes, fundamentalmente dos, Negro y Seküre, protagonistas de los desconcertantes vaivenes de la historia de amor a la que aludí anteriormente; aunque también podemos oír la voz del Maestro Osmán, de los cuatro ilustradores, y de otros muchos personajes, la correveidile judía Ester, el también maestro Tío, anciano ilustrador, tío efectivamente de Negro y padre de Seküre, e incluso hablan en primera persona los motivos pictóricos de las ilustraciones del libro: el árbol, el perro, dos derviches, y hasta el rojo de la sangre y de la pintura.
El resultado de todo de ello, de la multiplicidad de perspectivas, de la variedad de planos, de la diversidad de voces, de la pluralidad de enfoques, es un fascinante mosaico, un desbordante rompecabezas que, desde la primera línea, nos atrapa y seduce, nos divierte y entretiene, nos interroga, nos cuestiona y nos hace pensar, nos subyuga y entusiasma.
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Orhan Pamuk. Me llamo Rojo. Editorial Alfaguara. Madrid 2003. Traducción de Rafael Carpintero. 564 páginas. 14.20 euros
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