Alguien hace mucho tiempo me amó y tuvo, tantas veces, el detalle de comprarme regaliz cuando iba al kiosco a por un cigarro. Uno. Ya sé que en este actual tiempo de exceso, la idea de que se pudiera comprar un solo cigarrillo viudo es una aberración de la abundancia, pero todo entonces se tenía de a poquitos y a puñaditos. Las legumbres a granel, la fruta por piezas, el cuarto y mitad del corazón bien medido en la balanza de la costumbre. Y en el kiosco donde nos miraban, ciegas y brillantes, las portadas de las revistas semanales, porque las mensuales de lujos satinados no existían, se daban en mano los caramelos contados, la barra blandita de regaliz, el cigarrillo que se fumaba en la mitad de las horas de estudio, encendido con una cerilla que dejaba un hálito de fósforo.
En la Plaza de los Bandos, donde se asentaba una pequeña biblioteca apta para los largos ratos, antes de la universidad y sus horas muertas, podía haber seguido Carmen Martín Gaite sintiendo el paso de las estaciones: el puesto de helados a un extremo del banco de hierro y granito traído de la última reforma de la Plaza Mayor, ahora torcido y con nostalgia de cambio, y el de la castañera. La calle tenía esa hospitalidad de los que salíamos de casa y nos íbamos a clase para engarzar encuentros, cafés, conferencias, cine y llegada demorada. Hay una edad para estar fuera y no sentir ni el frío ni la intemperie, sino el placer del encuentro, la casualidad de lo que te sale al paso, el recoveco de una calle donde está el portal en el que viven los amigos, los afortunados amigos del piso de estudiantes con su desorden, su ruido, su encuentro tumultuoso…
Ese recuerdo fugaz de la calle plena de rostros conocidos y las monedas justas para un café o la botella compartida en el jardín de la Merced, sentados en la hierba que nos dejaba un regusto a campo, un aire de novillos a nosotros que nunca los hacíamos, que éramos los primeros de la familia en ir a la universidad, esa que se dejaba vivir en un puñado de calles privilegiadas, en el humo feliz de la cafetería de Derecho o en la profunda hondura de los bares de la calle de la Latina. Calle, calle, calle, y la ceja alzada de mi madre que nada sabía de horarios universitarios ni de actos en aulas perdidas, ensayos de teatro de los que salíamos entre la niebla y el frío de un tiempo en el que la energía alimentaba cada paso hacia la casa, la semana apretada contra el pecho henchida de páginas y libros, libros, libros marcados con el tejuelo de la lectura precaria, sin dinero, siempre en el límite del deseo, el deseo, el deseo, el deseo. Y ese detalle pequeño, ese sabor siempre nuevo. Ese kiosco para el periódico local, para cada rincón donde ahora no queda ni el resto de su huella sobre el suelo que repta el recuerdo de su falta, el recuerdo de su anhelo.
Charo Alonso / Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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