La falta de empadronamiento le impide acceder a cualquier tipo de ayuda o pensión que le permita alquilar una habitación, condenándole a una rutina de supervivencia entre los albergues de Cruz Roja y Cáritas.
Cándido tiene 71 años y una guerra a sus espaldas. Ha combatido en Bosnia-Herzegovina y ha conocido el rostro del conflicto, pero la batalla más larga y extenuante la libra ahora, cada día, en las aceras de Salamanca. "Estoy reventado", confiesa con una voz que delata un cansancio profundo, no solo físico, sino vital. Su testimonio, ofrecido desde el Centro de Atención a Personas sin Hogar de Cruz Roja, es la crónica de una supervivencia al límite, una lucha contra la enfermedad, la soledad y un laberinto burocrático que le cierra las puertas a una vida digna.
La vida de Cándido se ha convertido en un ciclo de esperas y desplazamientos forzosos. Su jornada comienza en el centro de Cruz Roja, donde puede pasar la noche y desayunar. "Tomo las pastillas y un café", explica. Pero el refugio es temporal. Hasta las 15:00 horas puede permanecer en estas instalaciones que vuelven a abrir a las 22:30 horas. Para comer, acude al Espacio Abierto de Cáritas Salamanca, junto a la iglesia nueva del Arrabal. Esa es su rutina, que repite día tras día.
La principal barrera que le impide a Cándido salir de esta espiral es su delicado estado de salud. Sus problemas cardíacos son graves y le incapacitan para cualquier tipo de trabajo. "Yo he puesto un un aparato al corazón hace poco tiempo del hospital", relata. La fragilidad de su condición se ha hecho evidente recientemente: "voy a llevar una semana y pico de infarto, casi me muero otra vez". Esta vulnerabilidad física se convierte en una condena en la calle, un entorno hostil donde cualquier crisis puede ser fatal.
A la enfermedad se suma un obstáculo administrativo que parece insalvable: la falta de empadronamiento. Sin un domicilio fijo donde registrarse, Cándido no puede acceder a ayudas o a una pensión que le permita alquilar una habitación. Es la pescadilla que se muerde la cola. Ha intentado buscar soluciones, pero se ha topado con la cara más amarga de la necesidad. "Un hombre me lo dice, tienes que mandarme 150 euros todos los meses por empadronar. Yo digo, dios, y entonces, ¿dónde voy a comer?", lamenta, describiendo un intento de extorsión que ilustra la desesperación a la que se enfrenta.
Aunque comparte espacio en el albergue con otras personas en situaciones similares, la soledad es una constante. El contacto con su familia también se ha roto. "Tengo mi hija que está casada en París, mi nieto, pero no quiere ni verme, porque me ha visto durmiendo en la calle", cuenta con una mezcla de dolor y resignación. Aunque intenta justificarla, explicando que ella también tiene sus propios problemas y no puede ayudarle, la herida del abandono es palpable.
A pesar de haberlo perdido casi todo, Cándido mantiene intacta su dignidad. "Yo no soy, nunca estuve pidiendo. No, nunca", afirma con rotundidad. Su experiencia en la guerra y en la vida le ha enseñado a resistir. Su mayor anhelo no es una gran fortuna, sino algo mucho más básico y esencial. "Si tengo dinero, pues, una habitación y estar tranquilo, para no estar en la calle y todo eso, porque se muere aquí", sentencia con una crudeza que hiela la sangre.
Agradece la labor de entidades como Cruz Roja y Cáritas, a las que describe como "buenas personas", un salvavidas en medio del naufragio. Pero su petición final es un grito de auxilio que resuena con urgencia, el de un hombre que ha luchado en frentes lejanos para acabar librando su batalla más difícil en casa, solo y agotado. "Que me echen una mano, porque yo, de verdad, estoy reventado".
Fotos de David Sañudo