Viernes, 05 de diciembre de 2025
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La fuerza de los años
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La fuerza de los años

Actualizado 01/10/2025 09:48

“Un anciano que muere es como una biblioteca que se quema.”

AMADOU HAMPÂTÉ BÂ

“La resiliencia en la vejez consiste en asociar la memoria con el proyecto.”

BORIS CYRULNIK

El papel transformador que desempeñan las personas mayores en la construcción de sociedades resilientes y equitativas es uno de los grandes desafíos y, al mismo tiempo, una de las mayores oportunidades de nuestro tiempo. A menudo hemos confundido la vejez con declive, con pasividad o con silencio. Sin embargo, quien se detiene a mirar con hondura descubre que en las personas mayores late una fuerza callada pero fecunda, un potencial que no es accesorio ni prescindible, sino decisivo para el futuro común. No se trata solo de lo que fueron, de lo que hicieron en el pasado, sino de lo que siguen siendo y de lo que pueden aportar hoy, en un mundo que necesita con urgencia la memoria, la serenidad y la sabiduría de quienes han vivido mucho y aún saben transformar su experiencia en enseñanza. Boris Cyrulnik lo expresó con lucidez al afirmar que la resiliencia en la vejez consiste en “asociar la memoria con el proyecto”, es decir, en unir lo vivido con la apertura al futuro, incluso cuando ese futuro parece acortarse.

El poder transformador de los mayores se revela en varios planos. En primer lugar, en su capacidad de resiliencia. Son testigos vivos de que es posible recomponerse tras pérdidas, guerras, duelos o enfermedades, y de que esa recomposición no se reduce a la mera supervivencia, sino que implica un auténtico acto de reconstrucción interior. Cada anciano que narra cómo atravesó las penurias de la escasez, cómo resistió al dolor o cómo supo perdonar después de haber sido herido, está regalando a la comunidad una lección de esperanza activa. Lo hace sin discursos solemnes, a veces con una frase sencilla, otras con un silencio compartido, pero siempre con una fuerza que proviene de la experiencia encarnada. La resiliencia personal de los mayores se convierte así en resiliencia colectiva, porque fortalece el tejido social, muestra que las heridas se pueden integrar y que los límites no son condena, sino ocasión para repensar la vida con nuevos ojos.

En segundo lugar, su poder transformador radica en la creatividad. Lejos de lo que podría pensarse, la vejez no clausura la capacidad de creación, sino que la abre en direcciones insospechadas. La jubilación, cuando no se vive como vacío, puede convertirse en terreno fértil para la música, la escritura, la pintura, la reflexión. Muchos descubren entonces talentos dormidos, impulsos artísticos que habían permanecido soterrados bajo el peso de las responsabilidades. Cada poema escrito en la vejez, cada cuadro pintado con manos temblorosas, es un acto de resistencia frente a la invisibilidad social, pero también una afirmación de que la vida sigue latiendo en quien se atreve a expresarse. No son pasatiempos, sino formas de reescribir la propia historia, de ofrecer a otros la belleza que brota de haber atravesado el dolor. Y esa belleza, compartida, contribuye a una sociedad más humana y más equitativa, porque recuerda que la voz de los mayores también cuenta, también crea, también inspira.

Otro de los dones transformadores de la vejez es el humor. A menudo se piensa que el humor se apaga con los años, pero sucede lo contrario: se vuelve más hondo, más sereno, más compasivo. Reírse de uno mismo, ironizar sobre los achaques del cuerpo, relativizar los fracasos, es un modo de restarle dramatismo a la vida y de enseñar a los más jóvenes que incluso la fragilidad puede ser mirada con ternura. Georges Minois observaba que el humor progresa con la edad, compensando así la disminución de otras facultades. Un anciano que sabe reír no solo se sostiene a sí mismo, sino que aligera a quienes le rodean, mostrando que la tragedia puede transformarse en comedia amable y que el dolor no tiene por qué convertirse en desesperación.

Pero quizá la contribución más decisiva de las personas mayores sea la transmisión de la memoria. En sus relatos, en sus recuerdos, en las historias que cuentan a nietos o vecinos, se encierra una sabiduría que ninguna tecnología puede reemplazar. Amadou Hampâté Bâ lo dijo con fuerza: “Un anciano que muere es como una biblioteca que se quema”. Cada vida encierra un archivo de conocimientos y afectos que, si no se comparte, desaparece para siempre. Escuchar a los mayores no es un gesto de cortesía, es un acto de justicia y de inteligencia colectiva. En sus voces se guarda la memoria de resistencias, de luchas, de amores, de pérdidas, de esperanzas. Y esa memoria no solo preserva el pasado: orienta el futuro, porque dota de raíces a las nuevas generaciones y les recuerda que no empiezan de cero, que son parte de una historia mayor.

Construir sociedades resilientes y equitativas exige, por tanto, incluir de forma activa a los mayores en la vida social. No basta con prolongar la esperanza de vida si esa prolongación se vive en soledad, sin reconocimiento, sin participación. La resiliencia no florece en el aislamiento, sino en el tejido compartido. De ahí que una sociedad que margina a los ancianos se prive a sí misma de una de sus fuentes más ricas de humanidad. José Viña lo recuerda en La ciencia de la longevidad: “Cuidarse no es ser egoísta, sino altruista. Si no te cuidas tú, tendrán que cuidarte tus hijos”. El cuidado personal de los mayores se convierte en cuidado social, porque quienes se mantienen activos, curiosos, presentes, no solo transforman su propia vida, sino que enriquecen a quienes los rodean.

El reto está en superar el edadismo, esa forma silenciosa de discriminación que reduce a los mayores a estorbo o a carga. Combatirlo requiere políticas públicas valientes, educación que fomente el respeto intergeneracional y una cultura que sepa mirar la vejez no como enfermedad, sino como etapa fecunda de la existencia. El envejecimiento poblacional no es un problema, sino una oportunidad para repensar los vínculos, para diseñar economías y ciudades inclusivas, para fortalecer los lazos entre generaciones. La llamada silver economy no debería centrarse solo en el consumo de los mayores, sino en su capacidad de producir, de emprender, de aconsejar, de cuidar.

Por eso, hablar del poder transformador de los mayores no es un elogio retórico, sino una convicción práctica: el futuro de nuestras sociedades depende en gran medida de la manera en que sepamos integrar su experiencia, su creatividad, su humor, su resiliencia. Si logramos hacerlo, descubriremos que la vejez no es el final de la curva, sino su cima; que las personas mayores no son un lastre, sino un motor silencioso de humanidad. En palabras de Arthur Schopenhauer, “los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario”. Y es en ese comentario, en esa interpretación madura del mundo, donde hallamos la sabiduría que necesitamos para construir un presente más justo y un futuro más fuerte.

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