El sol regala a los diminutos un rato más de recreo antes de la salida, y florecen los babis de cuadritos sobre el cemento que resguarda la verja del colegio. Por la calle pasamos los apresurados, se aprestan los coches frente a los semáforos, el autobús urbano hace su trayecto de oruga transparente y los niños juegan, ajenos a los afanes de los mayores.
Me gusta verlos apurar la poca tierra que hay junto a los barrotes, aferrándose a los árboles, ocultándose tras el tronco, arañando la arena en su afán de monitos traviesos. No hay pelota que valga y se persiguen, trazando la geometría de curvas y parábolas infinitas. Mientras, algún despistado busca el abrigo de la maestra, su cercanía consoladora, su bata blanca que aún no tiene el cansancio de las semanas, de los trimestres, del ejercicio atroz de la burocracia, de las visitas de madres preocupadas por lo ajeno y que, muchas veces, obvian lo imprescindible. El comienzo de curso, el septiembre pródigo en papeleos, calores y lloros iniciales es aún un territorio de sol y de afecto sin desgastar. La bata está limpia, no ha sido lavada una y otra vez, manchada con los rotuladores de la maldita pizarra blanca, con las babas del que llora, con la sangre del que se queja porque se ha caído y el cemento del patio le ha rasgado no solo el pantalón, sino la piel reciente, tierna.
Más allá del patio de los diminutos donde todo es risa y redondeces de pequeñines apenas estrenados en el mundo escolar, los del instituto tronchan sus cuellos sobre la pantalla de sus manos, se adornan de auriculares enormes para cubrir sus orejas y permanecen ajenos a la avenida que pasa, coches, gentes, autobuses… Son los suyos el paso inseguro de quienes caminan juntos sin hablarse, juntos pero concentrados cada uno en lo suyo, como habitantes de un mundo sin palabras. Luego, en el patio del instituto, abierto a todos los peligros y donde una profesora malencarada les pide que guarden el móvil, recuperan el habla y sus virtudes, se sientan en la escalera al sol y se cuentan los juegos y las andanzas ajenas a estas horas compartidas. A veces, su vista se pierde en los que juegan al fútbol con intensidad maníaca, tanta, que luego hay que subir a jefatura a buscar hielo seco, a pedir una tirita o a demandar mimos en forma de raspón salvaje o dedo torcido. Los intensos no saben jugar con miramientos, lo suyo es tan violento que acaban dirimiendo sus diferencias a golpe de patada como ellos dicen “metiendo cuerpo”.
El otoño y su sol consolador pasa los días del calendario afianzando la rutina del horario. El cuaderno ya no tiene el apresto del primer día, pero sigue con la esperanza de llenarse de apuntes limpios, de todo lo correcto. Y mientras pasan la mañana, el paso me deja cerca de la verja de los diminutos que aguardan el final de su recreo, felices sobre la tierra que les hurtan, vigilados con amor y celo. Son la alegría de una algarabía de polluelos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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