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Comienza el curso, una utopía en construcción
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Comienza el curso, una utopía en construcción

Actualizado 24/09/2025 07:56

“No hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza”

ANA MARÍA ARAÚJO FREIRE

“La enseñanza es una profesión de superación humana, y ese aspecto no puede ser replicado por una máquina”

NEIL SELWYN

Comenzar un curso escolar nunca es un trámite. Las aulas se llenan de miradas expectantes, de cuerpos que regresan con la mezcla de ilusión y temor propia de todo inicio. Ese bullicio no es solo ruido: es el símbolo de un pacto que vuelve a renovarse. Porque iniciar un curso es abrir la posibilidad de que algo cambie, de que la educación vuelva a recordarnos que no se trata solo de transmitir contenidos, sino de ensayar un modo distinto de estar en el mundo. Paulo Freire lo expresó con claridad al afirmar que “la educación no puede entenderse como un espacio neutro ni como un procedimiento técnico, sino como una práctica política, ética y humana”.

El inicio de curso es, en ese sentido, un acto de resistencia. Resistencia frente a quienes pretenden reducir la escuela a una máquina de productividad, resistencia frente al conformismo que acepta las desigualdades como si fueran inevitables. Cada maestro que cruza la puerta del aula con sus alumnos pone en juego mucho más que un programa: pone en juego una visión de futuro. De ahí que el inicio no deba vivirse como repetición de rutinas, sino como ocasión para preguntarse de nuevo qué mundo queremos construir.

Soñar es imprescindible para que esa tarea tenga sentido. Freire hablaba de los “sueños posibles”, insistiendo en que soñar no es evadirse de la realidad, sino creer que la historia permanece abierta. Ana María Araújo Freire lo resumió de manera luminosa: “no hay cambio sin sueño, como no hay sueño sin esperanza”. Empezar un curso es, en efecto, empezar a soñar juntos. Sin sueños, la escuela se convierte en un ritual burocrático; con ellos, incluso la lección más humilde se conecta con un horizonte de dignidad y justicia.

Pero la esperanza no es ingenua. Vivimos un tiempo en el que la tecnología y la inteligencia artificial se han infiltrado en la vida escolar. Plataformas, algoritmos y aplicaciones prometen optimizar el aprendizaje y personalizar itinerarios. Neil Selwyn advierte que el verdadero dilema no es si los robots pueden sustituir a los profesores, sino si deberían hacerlo. Los algoritmos no son neutrales: reproducen sesgos, obedecen intereses, convierten al estudiante en un dato. Comenzar un curso hoy implica preguntarse si queremos una educación gestionada por máquinas o una educación que siga siendo, ante todo, encuentro humano.

Educar, más allá de programas y métricas, es un acontecimiento ético. Cada alumno que llega al aula encarna, como recordaba Hannah Arendt, la natalidad: la posibilidad de algo nuevo e imprevisible. Educar es sostener esa novedad y protegerla de la lógica de la repetición. Pero también es hacerse cargo de la memoria. Paul Ricoeur escribió que “hay crímenes que no deben olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento pide menos venganza que narración”. En este sentido, la educación no puede limitarse a fabricar competencias; debe ser también memoria ética, relato compartido que impida la repetición del horror.

El inicio de curso es también un recordatorio de que educar no es fabricar, sino acoger. Carlos González lo expresó con hondura: “El corazón del que hablo es el centro de toda persona, la esencia de su ser. Es, a la vez, la base de nuestra individualidad y lo que nos hace uno con los demás y con el universo entero”. Educar desde el corazón significa confiar, mirar a cada alumno como portador de un universo de dones y no como un cúmulo de carencias. Significa transformar el aula en un espacio seguro, donde el error no condene, sino que abra caminos. El primer día de clase, quizá la pregunta decisiva no sea “qué vamos a estudiar”, sino “qué sueñas”.

La educación, además, no se agota en la inteligencia académica. Alfonso Aguiló recuerda que “parece claro que un elevado CI no constituye, por sí solo, una garantía de éxito profesional, y mucho menos de una vida acertada y feliz”. Educar es también formar sentimientos, enseñar a convivir con la frustración, a esperar, a dialogar, a elegir lo que nos hace mejores. Un curso comienza de verdad cuando se crean las condiciones para que esas virtudes se ejerciten en lo pequeño: en el respeto mutuo, en el cuidado de la palabra, en la perseverancia frente a la dificultad.

En este comienzo, la familia y la escuela comparten la tarea. Isabel Agüera advertía que “no pretendamos que los hijos sean como nosotros queremos o como nos gustaría que fueran. Aceptémoslos en su globalidad, tal y como son”. Educar no es imponer, sino acompañar. Y la autoridad no se gana con gritos ni sermones, sino con la coherencia de quienes viven lo que enseñan. Un hogar que conversa, que escucha, que pone límites con firmeza y cariño, prepara el terreno para que el aula sea un espacio fecundo.

Cada septiembre es, entonces, un umbral. Una promesa de transformación y un desafío que nos obliga a soñar, a recordar, a resistir y a confiar. Tal vez la mejor forma de resumirlo sea volver a las palabras de Freire: “Cambiar es difícil, pero es posible”. Esa convicción, frágil y poderosa, debería acompañar cada inicio de curso, porque es la que convierte la rutina en acontecimiento y la enseñanza en una práctica profundamente humana.

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