Nos hurta la luz este extraño otoño sin matices en el que no llamamos las cosas por su nombre porque no están próximas, no tiemblan nuestras casas ni lloran de hambre nuestros niños. No se iluminan los cielos de drones asesinos ni se enfrente uno día a día tras meses, a la incertidumbre del poderoso vecino. No estamos allí. Lo vemos en una pantalla, se nos hace cotidiano, volvemos la cara, decidimos el significado de las palabras y la semántica de la ignominia. Usamos el dolor ajeno para tapar las desgracias propias y sobre todo, nos lamentamos porque qué hacer no sabemos.
Por supuesto, uno puede refugiar la inacción en una bandera, un gesto, una tela, un dinero, una carrera, un libro de poemas, una chapa, una lágrima, un horror diario, un comentario. Pero hay un sentimiento que nos puede en este otoño extraño: el de la impotencia. Pero no solo por esa franja dolorida y cuarteada de tantas ruinas y tantos cadáveres que caminan, no, también por ese Sudán que se desangra, por esa Ucrania que no cesa, por esa violencia que escupe gentes hacia Europa desde una América fecunda… y ¿Qué nos queda? Hablar del tiempo, de política, comprar cuadernos, quejarnos de la vuelta al trabajo, del retraso de los trenes y de la inoperancia de quienes deben controlar lo que pasa ¿Y qué nos pasa? Que sigue habiendo un milagro rojo en cada mata, que pasean las hormigas ajenas a nuestras desdichas, que tengo unos ojos azules que me miran desesperados porque no hablan una palabra de español y pronuncian ese nombre que ya se nos hace familiar a quienes trabajamos con niños ucranianos. Ucranianos. Es el exilio que no cesa, pero a otros, los otros, ni siquiera les dejan exiliarse. No caben en ningún sitio, y me pregunto qué hacen esos hermanos musulmanes que permanecen quietos y callados mientras el resto grita. Esos hermanos mal avenidos, esos hermanos desnaturalizados que rezan mirando a la Meca que nada les enseña.
Queda, ahí donde el empeño del verano y el agua del pozo han hecho el milagro del huerto vivo, la última cosecha que comemos con aceite y sal. En una tierra donde arrancaron los olivos caminan los hombres con la pobreza a cuestas y el hambre en los ojos. Nosotros, mientas, los otros, mientras, miramos y hacemos cotidiano lo que debería ser imperdonable. Y al lado, el mar de todas las civilizaciones, surcada de malditos contenedores atravesando, obscenos, cargados de basura que contamina, las ansias de una civilización errada. Donde todo falta, al menos, ofrecemos la tristeza, la empatía y la rabia. En un otoño extraño en el que queda la ofrenda de la impotencia.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.
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