Los días en Gaza ya no son días, son noches. Hoy, como todos los días, el sol amaneció entre nubes de humo. El cielo no es azul, es gris de ceniza. El viento no trae trinos de pájaros, trae ecos de misiles. Los hijos no juegan, lloran. Las madres no cantan, gritan. Los padres no descansan, piensan. Los abuelos no duermen, tiemblan. El pan es un milagro, el agua una reliquia, el silencio un monstruo. Las calles han dejado de ser espacios de vida para convertirse en corredores de muerte.
Benjamin Netanyahu, bien vestido, bien comido y bien bebido, sonríe en su despacho blindado mientras firma órdenes de matar personas y destruir casas, hospitales, escuelas y hasta refugios de mala muerte improvisados en el tan humano como desesperado intento de salvar la vida, con tinta roja de sangre ajena. Donald Trump, su socio en la maldad, lo aplaude desde su tribuna endemoniada, afirmando que la masacre es justicia. Ellos, en su locura, creen que los cadáveres también votan.
Y desde lejos, como siempre, nos llegan voces cínicas: Iván Duque, el expresidente de Colombia, desgrana sermones comparando víctimas con carneros y llamando a aplaudir la carnicería. Apología del genocidio. Barbarie de salón. Un coro de salvajes, de bestias, de descerebrados disfrazados de demócratas.
Las cifras de muertos ya no caben en los periódicos. Los nombres se deshacen en números. Pero en cada uno de ellos hay un rostro que nadie volverá a ver, un beso que no se podrá dar, un abrazo que no volverá a sentirse, muchos niños que llaman inútilmente a sus padres y muchos padres que inútilmente buscan a sus hijos entre los escombros. Hoy mismo otras decenas de inocentes han sido arrancadas de la tierra. Los tanques, como todos los días, entraron en Gaza como elefantes borrachos, derribando casas, sueños, hospitales. Israel, como todos los días, abrió un pasillo de huida, dicen, una "ruta segura". Pero las rutas seguras en Gaza son trampas mortales. La gente camina con lo que puede cargar: un pan duro, una foto rota, un niño dormido sobre el hambre. Caminan hacia el sur, porque no queda norte. Caminan sin saber si llegarán, porque no hay destino para quien todo lo ha perdido.
Y el mundo observa, inventa titulares y cambia de canal. La ONU lanza palabras como botellas al mar: “crímenes de guerra, posible genocidio”. Pero nadie
detiene la maquinaria del horror. Las bombas caen más rápido que las resoluciones. Y, sin embargo, Gaza resiste. Los niños dibujan casas que ya no existen. Las mujeres siembran semillas en la arena. Los hombres levantan muros de escombros para ocultar la vergüenza del mundo.
Y hoy, en Gaza, el día terminó como terminará mañana: sin luz, pero con fuego. El genocidio sigue. Los bárbaros de corbata brindan. Y la humanidad, la verdadera, sigue enterrando a sus muertos con la esperanza de que la justicia despierte por fin y haga lo que debió hacer antes de que cayera el primer inocente incluso, porque amenazar con una guerra, no es de gobernantes, es, lo llamen como lo llamen, de delincuentes, de terroristas, de auténticos enemigos de la humanidad.
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