“El amor es mi peso: por él soy llevado dondequiera que voy.”
SAN AGUSTÍN (Conf. XIII, 9)
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.”
SAN AGUSTÍN (Conf. I, 1)
En estos malos tiempos de guerras, incendios y niños muriéndose de hambre en Palestina, parece un lujo hablar de belleza. Lo feo y lo cruel parecen imponerse, las imágenes de destrucción llenan la mirada y hieren la sensibilidad. Pero precisamente ahí lo bello cobra una dimensión más radical. No es ya adorno ni distracción, sino resistencia. Hablar de belleza en medio de la devastación es recordar que hay algo en el ser humano que ninguna violencia puede sofocar, un resto de luz que sobrevive al horror. En ese sentido, lo bello es también un acto de rebeldía contra la barbarie, porque afirma que el mundo no está condenado únicamente al fuego y a la sangre.
San Agustín fue, antes que nada, un buscador incansable, un hombre inquieto que recorrió el mundo de las ideas, las pasiones y la fe hasta descubrir que la belleza era más que un fulgor pasajero: era la huella de Dios en el mundo y el eco de lo eterno en el alma humana. Su vida, desde el joven retórico fascinado por el placer hasta el obispo de Hipona que muere durante un asedio, es un itinerario en el que lo bello aparece no como adorno, sino como necesidad. Él mismo, en sus Confesiones, nos dejó una de las frases más luminosas y entrañables: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”. En esta exclamación hay lamento y hay gozo, porque revela el descubrimiento de una belleza que siempre estuvo presente, pero que solo se reconoció cuando el alma se volvió hacia dentro.
Para Agustín, lo bello no es solo la armonía de las formas o el agrado de los sentidos. Es proporción, orden, unidad; es el brillo de lo verdadero y lo bueno. En sus escritos, especialmente en De Musica y De Ordine, afirma que lo bello se funda en la medida, el número y la consonancia, porque la creación entera está tejida por una inteligencia que la ordena y sostiene. Pero lo decisivo en su pensamiento es que esa belleza no es un fin en sí misma: es un signo, un vestigio que nos conduce hacia Dios. La música que deleita, el paisaje que conmueve, la obra de arte que emociona, todo ello, en último término, no es más que una invitación a elevar la mirada hacia la fuente de donde brota toda hermosura.
Y, sin embargo, Agustín no desprecia la belleza sensible. La conoce, la celebra, la recuerda en sus matices más vivos. Sabe que el alma se despierta ante los colores y las formas, ante la cadencia de un canto o la solemnidad de un templo. Pero también sabe que estas bellezas pueden extraviar si se absolutizan. Por eso insiste en el movimiento de interiorización: “Tú estabas dentro de mí, y yo fuera; y por fuera te buscaba”. La verdadera hermosura es la del alma ordenada, la que ama rectamente, la que refleja la luz de Dios. El cuerpo puede ser hermoso, pero la justicia, la bondad, la sabiduría son bellezas más altas, más duraderas. Incluso la fealdad aparente —el cuerpo roto de un mártir, la cruz sangrienta de Cristo— se transforma en belleza cuando se ilumina por el amor. Así lo proclama en una serie de letanías que no temen al dolor: “Hermoso en el vientre de la Virgen, hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro, hermoso en el cielo”.
Agustín piensa la belleza como una pedagogía. Dios ha sembrado hermosura en todo lo creado para que el hombre, al contemplarla, se eleve. “Pregunté a la tierra, y me respondió: ‘No soy tu Dios’. Pregunté al mar, a los abismos, y me dijeron: ‘No somos tu Dios’. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, y me dijeron: ‘Tampoco somos el Dios que buscas’. Y todos me respondieron: ‘Él nos hizo’”. Esta escena de las Confesiones muestra cómo el mundo es un libro que habla. Cada cosa bella es una palabra, cada proporción un acento, cada armonía una frase que, si se lee con humildad, conduce al Creador. La belleza es, pues, un lenguaje, y aprender a leerlo es aprender a amar.
Este amor, sin embargo, exige purificación. Agustín sabe que el corazón humano tiende a apegarse a lo visible, a confundir el signo con la meta. Por eso insiste en que lo bello debe ser contemplado como camino, no como término. La flor, el canto, el rostro amado son destellos que invitan a ir más allá. Si se quedan en sí mismos, se marchitan; si señalan a su origen, se convierten en promesa. Así, la belleza no esclaviza, libera. No despierta un deseo posesivo, sino una gratitud serena. No es objeto de consumo, sino de admiración. En este sentido, la belleza es también ética: enseña a ordenar los afectos, a educar la mirada, a amar sin devorar.
Por eso hablar de belleza no es lujo ni frivolidad, ni siquiera en tiempos oscuros. Agustín mismo vivió mientras el Imperio romano se desmoronaba y la violencia sacudía África. Hipona, su ciudad, fue sitiada. Y sin embargo, sus escritos brillan con la certeza de que hay una luz que no se apaga. “Entré en lo íntimo de mi corazón, guiado por Ti, y vi una luz inmutable… Quien conoce la verdad, conoce la eternidad”. Para él, la belleza es esa luz: inmutable, serena, más fuerte que el fuego y la sangre. Es el resplandor de Dios que sostiene el mundo incluso cuando el mundo se derrumba.
Por eso, cuando Agustín habla de belleza, habla de amor. “¿Amamos algo sino lo bello?”, pregunta. Y su respuesta es clara: el amor es la gravedad del alma, y la belleza es su norte. Quien ama lo bello ama, de algún modo, a Dios; y quien ama a Dios descubre en cada cosa bella una chispa de eternidad. Esta es la fuerza de su pensamiento: que la belleza no es un lujo del espíritu, sino su alimento. Que no se agota en lo que vemos, sino que se insinúa en lo que no se ve. Que no es solo color y forma, sino verdad y bondad que se hacen amables. Y que, al final, todo rostro hermoso, todo paisaje, toda música, todo acto justo, no es más que un anticipo de aquella Belleza sin ocaso que, cuando se muestre, saciará para siempre el corazón inquieto.
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