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Habitar la pregunta, abrazar la vida
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Habitar la pregunta, abrazar la vida

Actualizado 12/08/2025 10:10

“Vivir las preguntas ahora. Quizá así, algún día lejano, llegues gradualmente a vivir las respuestas.”

RAINER MARIA RILKE

“La vida es algo más que simplemente ser feliz.”

ROBERT NOZICK

La pregunta por el sentido en el mes de agosto, en plena ola de calor, adquiere una tonalidad distinta, casi absurda, casi metafísica. Cuando el sol aplasta las calles, cuando el aire parece detenerse en su sopor y el tiempo se diluye en una siesta interminable, el sentido —ese viejo compañero de inquietudes filosóficas— se oculta, se evapora, se escurre entre los dedos como el sudor en la nuca. El calor agosta el cuerpo, pero despoja también las máscaras: nos deja más desnudos, más humanos, más vulnerables ante el sinsentido. Quizá por eso las crisis existenciales se agudizan en agosto.

El sentido y el sinsentido no son polos opuestos que se excluyen mutuamente, sino realidades que conviven, se rozan y se entrelazan a lo largo de toda la existencia humana. Vivir es aprender a caminar sobre ese filo, sabiendo que en cualquier momento la balanza puede inclinarse hacia uno u otro lado. Hay etapas en las que todo parece tener coherencia: las decisiones se enlazan con los sueños, las relaciones nutren y los proyectos se sostienen con esperanza. Pero también hay días —y a veces, temporadas enteras— en los que el mundo se vuelve opaco, el esfuerzo parece inútil y el horizonte se borra. Lo más desconcertante es que, en muchos casos, es precisamente en medio del sinsentido cuando la pregunta por el sentido se hace más viva, más urgente, como si la ausencia nos recordara con más fuerza la necesidad de encontrar una razón para seguir.

A lo largo de la historia, la filosofía, la literatura y la religión han intentado responder a esa inquietud. El pensamiento de Viktor Frankl, forjado en la experiencia extrema de Auschwitz, sigue resonando como un faro: “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Frankl no prometía un sentido grandilocuente ni exento de dolor, sino la posibilidad de encontrar un motivo que, aunque frágil y personal, sea capaz de sostenernos incluso en las peores circunstancias. Camus, desde otra perspectiva, miraba de frente la posibilidad de que la vida careciera de un sentido preestablecido, y planteaba que la dignidad consistía en rebelarse contra esa ausencia. “Hay que imaginar a Sísifo feliz”, escribía, no porque su tarea absurda tuviera un propósito oculto, sino porque había decidido abrazarla con plena conciencia, sin esperar recompensas externas. En ambos casos, el mensaje es similar: el sentido no se hereda, no se recibe como una verdad cerrada; es una construcción, una elección que implica libertad y responsabilidad.

Sin embargo, en nuestra época parece que la pregunta por el sentido ha quedado relegada a los márgenes. El ritmo frenético, la obsesión por la productividad y la tiranía de la inmediatez dejan poco espacio para detenerse a pensar en lo esencial. Muchas veces no negamos esa pregunta, simplemente la olvidamos, sustituyéndola por metas inmediatas o distracciones constantes. Pero lo reprimido regresa: el sinsentido se infiltra en forma de apatía, cansancio crónico, ansiedad o vacío existencial. Como advertía Juan Antonio Estrada, el sentido no es algo que se nos entregue listo para usar, sino una tarea que exige atención, diálogo y compromiso. Y eso supone aceptar que el sinsentido es parte del paisaje humano, que no se puede eliminar del todo, pero sí se puede atravesar sin sucumbir a la desesperación.

El sinsentido no es una mera ausencia de significado, sino una experiencia punzante que se hace presente en los momentos de ruptura: una enfermedad inesperada, la pérdida de un ser querido, el fracaso de un proyecto largamente acariciado, la decepción ante lo que parecía esencial. En esos instantes, la vida se siente como un libro cuyas páginas han perdido el hilo narrativo. Sin embargo, como recordaba Francesc Torralba, esta ruptura puede convertirse en una oportunidad para replantear el rumbo, para generar un sentido nuevo que integre incluso las heridas. No se trata de justificar el dolor, sino de darle un lugar en una historia que no esté condenada a ser puro sufrimiento.

Frente a esta tensión, el cristianismo —y otras tradiciones religiosas— han ofrecido respuestas que, en su mejor versión, no huyen de las preguntas incómodas. El mensaje de la cruz, en la tradición cristiana, es precisamente el de afirmar que el amor puede persistir incluso en el corazón del sinsentido, que la esperanza no se agota aunque la lógica humana no logre explicar el sufrimiento. “Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido”, decía Wittgenstein, subrayando que se trata más de una mirada que de una prueba racional. Pero esa mirada, para ser honesta, debe ser capaz de sostenerse incluso en la oscuridad, sin forzar respuestas que no hacen justicia a la realidad del dolor.

No obstante, no todos encuentran sentido en la religión, y eso no significa que estén condenados al vacío. El sentido puede brotar de la entrega a los demás, del arte, de la contemplación, del compromiso ético, de la pertenencia a una comunidad. Emily Esfahani Smith, por ejemplo, identifica cuatro pilares fundamentales para una vida con sentido: la pertenencia, el propósito, la narrativa personal y la trascendencia. Son dimensiones que no dependen de un credo, sino de experiencias humanas universales. La pertenencia nos recuerda que necesitamos ser vistos y valorados; el propósito nos impulsa a contribuir a algo mayor que nosotros; la narrativa personal nos ayuda a dar coherencia a nuestra historia; y la trascendencia nos conecta con lo que nos supera, ya sea a través de la naturaleza, el arte o la espiritualidad.

El problema aparece cuando estos pilares se derrumban: cuando la soledad se vuelve norma, cuando el trabajo deja de tener propósito, cuando nuestra historia se fragmenta en episodios inconexos y cuando no experimentamos momentos de asombro o conexión profunda. Entonces, el sinsentido se instala como una sombra persistente. Pero incluso ahí, como enseña la experiencia de muchas vidas rotas y reconstruidas, es posible iniciar de nuevo, reescribir la historia, tejer de nuevo los vínculos y abrirse a lo que trasciende.

Vivir con sentido no significa tener todas las respuestas, sino mantener viva la pregunta. Es habitar la tensión entre la certeza y la duda, entre el entusiasmo y el desaliento, entre la plenitud y el vacío. Es aceptar que el sentido no es un estado fijo, sino un proceso que se construye día a día con las elecciones que hacemos, con las palabras que pronunciamos y con los vínculos que cultivamos. El sinsentido no se erradica, pero se desafía cada vez que actuamos con amor, que buscamos la justicia, que creamos belleza, que nos entregamos a algo más grande que nosotros.

Quizá, al final, la clave esté en comprender que vivir con sentido no es evitar el sinsentido, sino enfrentarlo con lucidez, con coraje y con un poco de esperanza. Que la vida no tenga un significado único no implica que no podamos darle uno. Y que mientras mantengamos viva la capacidad de preguntarnos —y de responder con nuestra propia existencia—, el sinsentido no tendrá la última palabra. Porque, como advirtió Gabriel Marcel, “la verdadera desesperación consiste en no preguntarse más”. Mientras la pregunta siga ardiendo, también seguirá viva la posibilidad de encontrar, aunque sea por instantes, la respuesta que nos sostenga.

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