Una cosa son los títulos, honrosos e ilustres y otra cosa son las mentiras, detestables. Lo inadmisible es que se recurra a los primeros, de forma indebida y engañosa, para medrar políticamente por medio de la mentira, engañando así al ciudadano votante o administrado, como hacen algunos políticos.
Lo que está sucediendo en este caluroso verano con los currículums o currículos académicos que algunos, muchos políticos, han venido declarando en sus formaciones políticas, ante una campaña electoral o a un puesto en la administración pública, está llamando la atención de los medios de comunicación y de su mano dando la vuelta al mundo.
Llama la atención que en estos tiempos en los que no dimite casi nadie, ni siquiera por asuntos muy gordos o graves, se estén produciendo dimisiones por alteraciones más o menos significativas en los currículos de los representantes, políticos o altos cargos de las administraciones públicas.
Aunque el Diccionario de la Lengua Española (DLE) dio por válido y aceptable el vocablo curriculum, venido del latín, nosotros utilizaremos aquí con el mismo valor y sinónimo el vocablo castellanizado de currículo, que engloba a los títulos, datos biográficos, experiencias, cargos u otros que califican o vienen a refrendar la hipotética valía de una persona o entidad.
Lo que a algunos nos llama poderosamente la atención del asunto es la antesala de esas dimisiones. Es ese deseo de hacer constar títulos universitarios, aunque no existan, vinculados al poco esfuerzo, la escasa constancia y la falta de trabajo para conseguirlos. Un deseo que, unido al impulso de la mentira, ambas cosas se amparan en el hecho de que, con frecuencia, nadie va a comprobar si es cierto que tienes una Licenciatura en Filosofía, un Master en Dirección de Empresas o una Diplomatura en Protocolo, por ejemplo.
Para algunos, el riesgo de que le descubran la falsedad por inexistencia de títulos declarados es menor y, pensando así, habrá valido la pena. Lo que debería estar claro para las personas que mienten con esa naturalidad y que carecen de los conocimientos o preparación necesaria para cubrir un puesto determinado, es que no debería ocuparlo.
Mucho se ha hablado de la titulitis, casi siempre en sentido negativo. Aquellas personas que vienen de familias humildes bien saben lo que cuesta obtener un título y, quienes han estudiado con sangre, sudor y lágrimas, para conseguir ese título que avale su formación, siempre nos ha molestado que se hable de titulitis en ese sentido negativo. A estas personas no le cabe ninguna duda de que el conocimiento tiene utilidad para un mejor desempeño profesional y crecimiento personal.
Los fraudes curriculares que tanto revuelo y dimisiones están dando estos días vienen a evidenciar lo que acabamos de decir. Que las personas que aspiran a escalar y ocupar altas responsabilidades en las formaciones políticas, saben de la importancia del conocimiento como valor supremo que, además de la decencia, aporta utilidad y connotaciones de esfuerzo con resultados de admiración hacia quien lo ostenta. Y por eso, quienes han cometido el fraude utilizaron, deliberadamente, la titulitis para medrar en sus organizaciones políticas y en las instituciones el Estado.
Pero resulta casi imposible celebrar la inteligencia, porque vivimos en un mundo cuyo discurso lo domina gente con escasa dosis de ella. Pasaron aquellos tiempos lejanos de la Edad Media en los que el señor feudal no tenía porqué saber leer y escribir, porque para eso estaban sus secretarios y escribanos. Ahora bien, estos, los bachilleres y quienes aspiraban a las más altas esferas del conocimiento y del poder en el medievo y en la Edad Moderna, sabían muy bien del esfuerzo y la consideración social de sus títulos. Así, en la Universidad de Salamanca “estaban en capilla” quienes se sometían a la valoración de sus conocimientos para obtener una alta consideración social y que, si salían victoriosos, las celebraciones eran ostentosas y su nombre se inscribía en las paredes de la Universidad junto con un "Vítor", emblema o símbolo que denota alabanza, triunfo o victoria. Por el contrario, si no se superaban las pruebas, el aspirante tendría que salir por la “puerta de los carros” (puerta trasera) para evitar el escarnio del gentío.
De aquellos tiempos y de los tiempos de la titulitis, saltamos a nuestro tiempo que bien podría llamarse el tiempo de la mentira. Porque mentir no tiene coste alguno, parece que ya no le da vergüenza a nadie hacerlo, incluso en algunos ambientes se considera casi normal el mentir. La consecuencia es que estamos invadidos por una vorágine de bulos y mentiras que generan desasosiego e inestabilidad en el individuo y en la sociedad. Aquí hoy nos ocupamos de la mentira en torno a los títulos universitarios que restan credibilidad a nuestros representantes públicos.
Es cierto que para el ejercicio de la política no hace falta ninguna titulación, normativa que comparto. Mas, parece razonable, considerar que nuestros representantes deberían sustentarse en su propia biografía, que garantice al menos un mínimo de formación, para hacerse merecedores de la confianza de los ciudadanos.
Una vez entrados en la época de la pérdida de valores, caída de la ética, auge de la autopropaganda y del triunfo de la mentira, nuestros políticos comenzaron a darse cuenta de la alta preparación que en otros países tenía la clase política. Con formación universitaria superior en las distintas ramas del saber, másteres, doctorados y dominio de lenguas. Seguro que algunos políticos españoles incluso se preguntaron ¿Y por qué yo no lo voy a poner en mí currículo, si eso me da prestigio y promoción, por si cuela? Sin caer en la cuenta de que, si realmente no tienes esa titulación, estás mintiendo, engañando a la gente y falsificando documentos, en según qué casos, algo francamente penoso y grave.
Escuchemos a Dani Martin - La Mentira:
https://www.youtube.com/watch?v=Pq7nZ-waDYM
Aguadero@acta.es
© Francisco Aguadero Fernández, 8 de agosto de 2025
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