Tomando las palabras de un amigo, el verano tiene esa suerte de zahorí. Los pocos que tenemos la suerte de perder la rutina de manera tan contundente vemos en los días un trasunto de nosotros mismos. Entre los 38ºC que alteran el sistema nervioso, lo subyugan y anulan y el desazón de una tarde de domingo se acopla la única verdad de un cuerpo tendido. Llamémoslo “derretido” por ponerle nombre.
El cuerpo derretido conserva consistencia retenido en sus límites. En su tranquila seguridad dada por la estabilidad del termómetro, encuentra el ocio en el recóndito cajón de lo desconocido. Así pues, durante el proceso mundano de sudoración, donde perdemos un poco de nosotros como “autodefensa”, reconocemos algo que está cambiando. Nuestra perspectiva del mundo se endurece y se limpia el polvo acumulado durante el letargo académico. Ya no es la definición cerrada de un joven encaminado a rellenar folios, digitales o físicos. Tampoco es la voz alterada del día después. Es algo nuevo, a veces luminoso. Porque ha encontrado en las esquinas de su casa pequeños espejos. El tiempo tiene esa habilidad para replantear hasta el más mínimo fundamento, deviniendo en una aguda lupa que usamos sobre nosotros mismos. La ventana interior es más grande.
Quizás los meses del estío, hastío mío, son en realidad una duplicación del año nuevo. Su acertijo es el mismo: ¿qué depara el año? ¿qué queremos ser? ¿qué es de nosotros cuando no somos objetos tangibles? Pues comienza el prueba y error de una mente sin recuerdos. Pasamos de la excepción a la norma, del duro sentimiento al flexible conformismo, que no pasotismo, de todo lo que pasó antes de que los termómetros no bajasen de los 30ºC. La reconstrucción de uno mismo en torno a la ruptura de lo seguro y rutinario es tímida aunque imparable. Uno se lanza a la lectura, a la observación del natural o al mundo fílmico. También al conocimiento del entorno y, sobre todo, de las personas que componen el paisaje urbano del corazón. Lazo a lazo, cabo a cabo, componemos con certeza el mapa sentimental de lo que seremos durante, al menos, unos dos meses. “Qué desarrapado destino para una vida” dirán algunos. Ahí está la gracia: en lo efímero, como esos monumentos montados en épocas inciertas para personajes nobles. Nada más noble que el descanso.
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