“No se habita un lugar, se habita una memoria.”
GASTON BACHELARD
“La fiesta no es evasión, es revelación.”
OCTAVIO PAZ
Navagallega es un pueblo pequeño, casi escondido en el mapa de la provincia de Salamanca, pero denso de sentido, de historia, de paisaje y de alma. No es solo una pedanía de Membribe de la Sierra ni un vestigio más de esa llamada España vacía, sino una síntesis de lo que significa la pertenencia a un lugar, la memoria del tiempo y la obstinación de la vida que no quiere extinguirse del todo. Está allí, entre colinas suaves y dehesas silenciosas, donde la piedra, el silencio y los ecos del pasado dialogan sin prisa. El propio nombre —Navagallega— habla de tierra y de historia, de una “nava” húmeda y fértil, de una posible raíz gallega o berciana, y de una herencia medieval que resiste al olvido. Hay en ese topónimo una promesa: la de una comunidad que, aunque menguada, se resiste a la desaparición y mantiene viva la llama de su identidad.
El tiempo ha pasado con dureza por este rincón del Campo Charro. Lo que fue un pueblo vivo, con niños en las calles, escuela y tiendas, hoy apenas suma unas pocas decenas de habitantes censados. Las casas que en otro tiempo acogían familias enteras hoy abren sus puertas solo en verano, cuando hijos y nietos vuelven a los hogares de sus abuelos, como si el calor estival despertara la memoria y el deseo de reencuentro. No comercio, ni bares, ni parroquia activa, ni bullicio cotidiano. Pero hay algo más fuerte que la ausencia: la voluntad. Una voluntad hecha de cariño por el terruño, de respeto por los antepasados, de amor silencioso a unas piedras, unas sombras y un aire que todavía sabe a infancia y a verdad.
Navagallega posee además un castillo: el de Santa Cruz. En su promontorio de granito, aún se alzan los restos de la fortaleza levantada en tiempos de Ramiro II, donde antes se alzaba un castro romano o prerromano. Su silueta recortada contra el cielo recuerda que esta tierra fue frontera y bastión, vigía de los pasos y testigo de los siglos. Las piedras del castillo, hoy heridas por el tiempo, aún conservan la memoria de lo que fuimos: capaces de resistir, de guardar, de fundar sentido. Esas ruinas no están muertas; están vivas en la mirada de quienes las visitan, en los jóvenes que han luchado por su rehabilitación, en quienes ven en ellas una forma de pertenencia. Porque lo que sobrevive a la ruina no es la forma, sino el vínculo.
Y en el corazón del pueblo, la Iglesia de Nuestra Señora de las Nieves sigue marcando el pulso espiritual del lugar. Con su espadaña modesta y su portada tardorrománica, es más que un templo: es un símbolo de continuidad, de celebración, de recogimiento. Allí, cada verano, se celebra en la fiesta la Eucaristía y la procesión, no como rito vacío, sino como acto de reencuentro, de comunión real entre vivos y muertos, entre presentes y ausentes. Porque el sentido de la fiesta no es la distracción, sino la alegría profunda de saberse parte de algo más grande. Paul Claudel lo expresó con verdad: “Hazles comprender que no tienen en el mundo otro deber que la alegría”. Y Nietzsche lo completó: la fiesta pertenece no a los que la organizan, sino a quienes se alegran en ella.
Y esa alegría en Navagallega se expresa sobre todo en torno a la mesa. Porque comer juntos, como recuerda la antropología, no es un gesto banal, sino un acto de identidad. En la comida compartida se fundan los vínculos, se sanan las heridas, se reconocen los otros como parte de uno mismo. Comer no es solo ingerir: es recordar, agradecer, bendecir. Es un acto de hospitalidad, de humanidad en estado puro. No es casual que las fiestas patronales culminen en una comida popular: allí se tejen las confianzas, se cuentan las historias, se vive el presente con sabor a eternidad. La comensalidad no es costumbre: es filosofía vivida, teología del encuentro, pedagogía del vínculo.

Navagallega, como tantos pueblos, es también una herida abierta por el abandono. Pero no una herida muerta. Porque hay quienes luchan por ella: jóvenes como su alcaldesa Cristina Serrano o vecinos como Carlos Prieto, que no se resignan a dejar que el polvo del tiempo lo cubra todo. Pavimentan calles, colocan bancos, organizan fiestas, reabren caminos, conectan con la historia y con el futuro. Son como centinelas del alma de un pueblo, testigos de una esperanza que no claudica. En un mundo que corre hacia el anonimato, ellos insisten en el rostro, en el nombre propio, en la pertenencia.
Y hay algo más. Algo que no se dice pero se respira en Navagallega: el sentido de la existencia. Porque al caminar por sus sendas, al escuchar el canto de un pájaro entre los robles, al mirar el horizonte desde las ruinas del castillo, uno se da cuenta de que la vida no es acumulación ni ruido, sino arraigo. Que el tiempo más pleno no es el del reloj, sino el del alma. Que el silencio, a veces, dice más que mil discursos. Que la felicidad no está en tener, sino en estar. Estar con otros, estar en un lugar que nos reconoce y que reconocemos. En ese sentido, Navagallega no es solo un pueblo: es una metáfora de lo humano. Una parábola del regreso. Una pequeña patria del espíritu.
Y cuando el verano pasa y las casas vuelven a cerrarse, algo permanece. No se trata de nostalgia, sino de memoria viva. Porque lo que se ha amado no desaparece: se transforma en raíz, en horizonte, en promesa. Navagallega, con su historia humilde y su presente valiente, nos recuerda que la existencia cobra sentido no por la magnitud de lo vivido, sino por la hondura con que se vive. Y ese mensaje, nacido en una nava silenciosa del Campo Charro salmantino, tiene el poder de llegar a todos los rincones del alma.

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