Sábado, 06 de diciembre de 2025
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Diez millones de perros
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COLES DE BRUSELAS, 112

Diez millones de perros

Actualizado 04/08/2025 10:48

Mis herederos, y alguno de mis amigos animalistas sostienen que odio a los animales, cosa que no es en absoluto cierta. En mi descargo puedo decir que pasé muchos veranos de mi infancia a lomos de un burro y teniendo como momento culmen del día el ir a ordeñar a la vaca lechera. Soy hija, nieta y sobrina (por ambos lados) de cazadores de los de antes, que mataban animales, de acuerdo, pero no iban con abrigo loden y sombrero con plumita ni hacían negocios en las cacerías, sino a disfrutar del campo. Nunca me gustó la caza, me asustaban los tiros y la sangre y me daba mucha pena de los pobres conejos y perdices que veía muertos a mis pies; la prueba: ni soy cazadora ni creo que la caza sea un deporte.

Sigo con las pruebas a mi favor: veía cada viernes por la noche “El hombre y la tierra” y uno de los libros que guardo preciosamente me lo regaló mi abuelo con dedicatoria de su puño y letra: “Mis amigos los animales” de Félix Rodríguez de la Fuente. De los muchos viajes que he hecho en familia guardo especial recuerdo de uno a Costa Rica, donde no visitamos ni un solo museo ni exposición porque en aquel país el patrimonio artístico es la naturaleza; y allí pasé varios días viendo desovar tortugas (jamás me ha caído tanta agua encima), caimanes en las orillas de los ríos, monos que gritaban por las noches desde el tejado de mi bungalow y pájaros de todas las formas y colores; amén de una ballena y su cría. Para colmo, hice de un perro llamado Vladimir el personaje central de mi primera novela. No, no odio a los animales, pero si están ocupando el lugar de las personas en los afectos y en la sociedad, eso sí me parece preocupante; vean el “Planeta de los simios” (versión antigua) y verán de qué les hablo.

En España hay diez millones de perros y solo hay seis millones y medio de niños menores de catorce años; quizás la comparación les parezca a ustedes demagogia barata, pero da que pensar. Y de esos muchos millones de perros, tengo la impresión de que unos cuantos (demasiados para mi gusto) se pasean cada día por la misma playa que yo, cosa que está prohibida; sin estar atados (prohibido también) y de vez en cuando haciendo sus necesidades en la arena (prohibido, pero qué remedio los animalitos) y provocando algún incidente que otro donde se enfrentan el dueño del perro que corretea suelto y la víctima asustada y donde se cruzan mayores invectivas y se usa peor lenguaje que en cualquier comunidad de vecinos mal avenida. Los canes se llaman mayormente Pepe, Lola, Manolo, Lola o Pepa y eso me produce también cierta confusión porque Lola, aparte de mi bisabuela, dos tías y una amiga del alma, Lola para mi solo hay una y no tenía cuatro patas.

Hace muchos años, recién estrenada yo como habitante del norte de Europa, asistí con extrañeza (y un tanto de repulsión para qué negarlo) a la siguiente escena: una señora de avanzada edad estaba sentada en la terraza de lo que era entonces el café donde todos queríamos sentarnos, de nombre Falstaff y, mientras tomaba su café, le daba a su caniche un pedazo de tarta de frambuesas que ya me hubiera tomado yo que, por entonces, solo tenía presupuesto para el café y eso con las justas. Aquello que me pareció tan antinatural y extraño, no es nada comparado con las conversaciones humano-caninas que escucho por la playa; donde oigo palabras de ternura, reprimendas dulcificadas, emoción y hasta orgullo de padres con respecto a unos hijos de cuatro patas que probablemente entienden lo que les dicen y tendrán su corazoncito, pero que ni pagan impuestos, ni cotizan, ni contribuyen a que se mantengan la seguridad social y la enseñanza pública y, por ende, creo que merecen que el trato que les dispensemos sea correcto pero no sé si tan humano como si poseyeran una cuenta en el banco y un NIF. También sufren los animalillos los delirios de sus dueños, porque dudo que elijan salir a la calle con un chubasquero o un jersey a cuadros, ellos que tan bien los ha hecho la naturaleza para que soporten el frio y la lluvia.

Mi padre, gran amante de los animales, insisto, solía decir “en casa solo animales de dos patas”; entiendo que la frase esté desfasada y que haya quien se entienda con los canes mejor que con las personas. Ahora que, cuando esto ocurre elevado a la décima potencia y empezamos a hablar de “perrihijos” o “perrinietos” o se abren pastelerías con galletas para perros, es como para decirse que se nos está yendo un poquito la pinza como sociedad. Por esta columna me van a llover tortas, ya lo veo venir.

Concha Torres

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