Se van, mustios, los nietos, de las grandes ciudades en las que los abuelos han cuidado de ellos y compartido mil experiencias, después de montar en autobuses de otros colores y vagones que viajan dando resoplidos, por las entrañas de la tierra, atravesando el centro; tras esperar en andenes con planos de recorridos, cuántas estaciones faltan, contando con los dedos de una mano, que no dan de sí. Visitan museos para todos los gustos, de grandes dinosaurios cuyos esqueletos dejan a la vista enormes costillas, y se llevan la foto de recuerdo como si fueran pescadores con su trofeo, en este caso, sin escamas, sino con huesos gigantescos, anécdotas que recordar y contar cuando se llegue, en su momento, al colegio, cien aventuras de lápiz y papel.
Se van, los nietos, de los pueblos de sierra puntiaguda y de campo llano en los que han experimentado vivencias que en las ciudades nunca habrían imaginado, donde han cogido higos con olor a higuera, y tomates con rojos aromas, y tiernas lechugas de claro color verde, y nívea leche tibia que transportar en un cubo de la cuadra a la cocina para hervir y hervir sin desbordarse. Y han dado zanahorias a animales de nerviosos hocicos y con suave pelo que desasosiega acariciar, hasta que les va meciendo la costumbre. Y han visto nublarse la vista a los abuelos contemplando el fuego provocado en la colina, un año más, cuánto dolor, y aprendido lo crucial que es cuidar la Naturaleza y la tierra provisora. Así lo cuentan, con rojizos mofletes y grandes ojos a sus padres cuando les van a recoger.
Se van, también, de los lugares de playa y sol, arena y castillos en el aire con espaldas a salvo impregnadas de grandes dosis de bálsamo protector para construir diques inundables, pasadizos refrescados por el agua del mar, flanes arrastrados por las olas, al cobijo de coloridas sombrillas que mitigan la intensidad de los rayos incandescentes. Se van, con el recuerdo de los días recientemente amortizados, con pena y abrazos, deseando que llegue de pronto el día de volver.
Se van los adolescentes, enamorados de una belleza random que no es necesario, por fortuna, que salve a nadie en el agua azul, porque el primer amor, a pesar de los tiempos, sigue siendo platónico, y el lenguaje igual de aleatorio y caprichoso que antaño.
Y ellos se quedan, con su edad, sus canas, su dolencia de codo de tenista por coger en vilo a los nietos, sus lavadoras repletas de sábanas y los tendederos llenos aprovechando el amable rayito de sol, con el listado de medicinas que recoger en la farmacia, de los víveres que reponer en el frigorífico, las huellas de los niños selladas en los cristales y el imborrable nudo en la garganta tras el alivio de su compañía, de vuelta a la rutina, deseando que sean benévolas las hojas del calendario.
Mercedes Sánchez
La fotografía es gentileza de José Amador Martín
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