Hace unos meses hablábamos en esta columna sobre el odio y el amor. Terminábamos poniendo de manifiesto que el odio había sido una constante a lo largo de la historia de la Humanidad. Y, que las peores consecuencias sociales, solían empezar siempre con los discursos de odio. Allí analizábamos la interpretación que los filósofos, de todos los tiempos, habían hecho sobre el tratado del odio. Cosa que no le importa demasiado a una gran parte de la gente de hoy que ha cambiado las lecturas de los clásicos por las redes sociales, los filósofos por los influenciadores, los pacifistas por los odiadores.
El buenismo, esa actitud que ante los conflictos trata de rebajar su gravedad, actuando con benevolencia y tolerancia, ha pasado a verse y usarse de manera despectiva, sugiriendo que puede ser una actitud ingenua o incluso contraproducente. Nuestra sociedad está tan desnortada que la bondad ha perdido valor social, mientras que el odio crece como elemento de prestigio y práctica habitual consentida, a pesar de lo desagradable que resulta como palabra, que hasta da miedo escucharla. Todo el mundo la rechaza, salvo raras excepciones, nadie admite tener odio y les molesta que alguien se lo atribuya.
Antes de avanzar, precisemos ¿Qué es el discurso de odio? No existe una definición universal de “discurso de odio” de acuerdo con el derecho internacional en materia de derechos humanos. En el imaginario colectivo y en el lenguaje popular, la expresión "discurso de odio" hace referencia a un tipo de discurso ofensivo, dirigido a un individuo o grupo, basándose en características inherentes a él, como son la raza, la religión o el género y que, según quien hace ese discurso, puede poner en peligro la paz social. Lo que acabamos de decir está en línea con la Estrategia y el Plan de Acción de la ONU para la lucha contra el discurso de odio, donde se define este como "cualquier tipo de comunicación ya sea oral o escrita, o comportamiento, que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio en referencia a una persona o grupo en función de lo que son, basándose en su religión, etnia, nacionalidad, raza, color, ascendencia, género u otras formas de identidad".
Socialmente, las actitudes emanadas del odio comienzan a ser peligrosas, porque debilitan la democracia, dificultan la convivencia, engendran inseguridad, miedo y temor ante el futuro. Generan una tensión a la que estamos sometidos y que impide los consensos necesarios, promueve las disputas, enfrenta a los dirigentes y repercute negativamente en la sociedad. Lamentablemente, la práctica de la vida política nos da muestras diarias de la radicalización inducida por esa deriva del odio en la que se pierde la moderación y se instala la irracionalidad.
Puede que sea la citada falta de lectura de los clásicos, o de los no tan clásicos, lo que haga de muchos la incapacidad para entender los signos de los tiempos que nos ha tocado vivir, ya sea desde la responsabilidad política o desde el ejercicio de ciudadanos con derechos. Nosotros, los europeos, vivimos en un lugar donde la moral todavía es una seña de identidad en estos tiempos, proyectada en las democracias de la Unión Europea. Pero si no somos capaces de frenar los populismos exacerbados, podemos perder nuestro estilo de vida y nuestro modelo de convivencia, basado en valores y en la moderación como forma de actuación. El avance que están teniendo los populismos con los aires y la banda sonora del trumpismo, es la degradación más profunda de la convivencia que hemos vivido desde la caída del Muro de Berlín.
El Premio Nobel de Literatura de 1946, Hermann Hesse, vino a decir que cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros y lo vomitamos encima de la gente buena. Dura reflexión que deberíamos hacernos todos y, especialmente, los fabricantes de odio, quienes practican el discurso de odio y los sembradores de odio. Hay un movimiento internacional reaccionario coordinado, promovido y jaleado desde Washington y Moscú que les gustaría acabar con nuestra idea de Europa y con nuestras democracias, utilizando como herramientas los bulos y el discurso de odio.
Un discurso, el de odio, que su mayor aportación es la de generar crispación, lenguaje de violencia, bloquear el normal funcionamiento de las instituciones, incendiar la calle y generar la idea de caos. Provocando así inseguridad y haciendo del miedo un negocio en forma de rédito electoral. Porque luego vendrán ellos (dicen) los sembradores de odio, a salvarnos a nosotros y a la patria, esa que se creen que es suya y que solo puede ser a su manera. Ese podría ser su plan, emanado del odio.
Estamos viendo como los discursos de odio se están normalizando. Los bulos, una de sus herramientas, contaminan la conversación, llevan la acción a la calle, generando violencia, inseguridad, miedo. Unos disturbios montados sobre escenarios elegidos con motivo de algún incidente allí ocurrido, cual es el caso de la agresión a un mayor de edad en Torre Pacheco, localidad murciana de la que me quedé prendido en el verano de 2007 cuando estuve cubriendo la Vuelta Ciclista a España. Lamentable suceso, el de la agresión, que ha servido de excusa para hacer una llamada a la “cacería” del inmigrante, por parte de grupos organizados de acción internacional, que recuerdan a otras épocas del auge fascista, del nazismo o de los escuadrones de la muerte.
España ha sido, tradicionalmente, un país de emigración. Todos tenemos un pariente, más o menos lejano que emigró alguna vez. Solo entre 1960 y 1975 emigramos a otros países europeos unos tres millones de españoles (quien suscribe uno de ellos) No todos iban con contrato de trabajo. Las remesas que eso emigrantes proporcionamos a España fueron de unos siete mil millones de dólares que, junto con el turismo, fueron fundamentales para el despegue económico y social del país. ¿Qué hubiera pasado si los países de acogida nos hubieran rechazado?.
Generalmente, la inmigración no es una amenaza, más bien es una oportunidad y en el caso actual de España hay datos que lo certifican. Pero hemos de ser conscientes de que, en comunicación, ya no vale aquello de que “el dato mata el relato”, porque el debate sobre la inmigración, el discurso de odio lo lleva al ámbito emotivo, apelando a las emociones más que a lo racional.
Es preciso observar a la inmigración con una mirada positiva, no solo desde el punto de vista de su aportación económica, también desde el punto de vista de enriquecimiento cultural y derechos humanos. Una buena convivencia requiere superar el discurso de odio y evitar otros discursos irresponsables. Para ello, una buena ayuda sería el que todos aquellos que están instalados en ese tipo de discursos se hicieran miembros de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, donde me consta que se tiene otra visión humanista de los desplazados por diversas causas.
Puede que falte contundencia gubernamental y social ante los discursos de odio y de las acciones violentas en las que se plasma. Todos debemos hacer frente a la intolerancia y atajar el odio que se extiende como un reguero de pólvora por las redes sociales, así como sacar el tema de la inmigración de la contienda electoral por parte de los partidos políticos. No nos dejemos llevar por esta deriva del odio, de imprevisibles consecuencias.
Escuchemos CANTARÉ, CANTARÁS | VERSIÓN DE VIDEO INÉDITA EN BN | 1985
https://www.youtube.com/watch?v=poLYMyqM9Yw
Aguadero@acta.es
© Francisco Aguadero Fernández, 18 de julio de 2025
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