En pleno siglo XXI, en el corazón de Andalucía, miles de trabajadores migrantes sobreviven en condiciones que atentan contra la dignidad humana. No podemos seguir permitiendo que la vulneración de los derechos sea la norma y no la excepción.
Zoe Martínez Ramón
Defensora de los derechos humanos
Según diversos informes, más de 12.000 personas residen en infraviviendas construidas con materiales precarios, sin acceso a servicios básicos, como son agua potable, electricidad o saneamiento adecuado.
Las chabolas, por llamarlo de alguna manera, en las que viven, están alejadas de los núcleos urbanos y no solo carecen de condiciones mínimas de habitabilidad, sino que representan un riesgo constante de incendios, poniendo en peligro la vida de sus habitantes.
Es cierto que la agricultura intensiva es muy importante para la economía, pero no se pueden tolerar las condiciones en las que se encuentran sus trabajadores. Además de estas condiciones de habitabilidad, los trabajadores migrantes están expuestos a explotación laboral, con jornadas de trabajo agotadoras y salarios mínimos. A todo esto le sumamos la negación del derecho a la atención médica y la escolarización de sus hijos, haciendo que se mantenga así el ciclo de pobreza y marginación.
Esta situación con los migrantes no es nueva. En los últimos cinco años se han contabilizado 11.000 muertes relacionadas con la migración y se sigue sin hacer nada. Hace unos días, unas 60 personas fueron desalojadas de sus casas, en Níjar, entre ellas nueve niños. A pesar de las peticiones de diversas organizaciones sociales y del Defensor del Pueblo Andaluz para ofrecer soluciones habitacionales a los afectados, las administraciones locales no proporcionarán alternativas de alojamiento, ya que consideran que no es de su incumbencia.
Resulta indignante que, en una zona donde la agricultura genera enormes beneficios, sus principales trabajadores sean tratados como ciudadanos de segunda. Aún más vergonzoso es que en una zona cercana a Níjar, en Los Grillos, se cuenten con 72 viviendas municipales vacías, construidas hace dos años para alojar a trabajadores de campo, pero que por falta de gestión y coordinación entre las administraciones, continúan cerradas.
Estos desalojos son más habituales de lo que parece, es algo que se da cada año o cada dos años, cuando cientos de migrantes se ven en la calle sin techo y sin un colchón donde dormir o buscando un asentamiento parecido.
Es necesaria la actuación de las autoridades locales y nacionales para proteger a estas personas, y esta intervención debe incluir la construcción de viviendas dignas, así como la regularización laboral de estos trabajadores y políticas que garanticen el acceso a los servicios básicos. El acceso a la vivienda es una cuestión de derechos humanos y no puede depender únicamente de la voluntad de los propietarios.
No podemos permitir que en una sociedad que se proclama defensora de los derechos humanos se sigan tolerando estas acciones contra personas que viven en condiciones precarias y que además enriquecen al campo español. La dignidad humana y los derechos humanos deben prevalecer por encima de cualquier interés económico o político. No actuar ante esta realidad nos hace cómplices de una injusticia que suplica por una solución inmediata.
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