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El jardín de la casa de la oración: así es el día a día de las Misioneras Seculares del Alto del Rollo
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REPORTAJE

El jardín de la casa de la oración: así es el día a día de las Misioneras Seculares del Alto del Rollo

Actualizado 11/07/2025 11:11

El Instituto de las Misioneras Seculares ejercen su labor en Salamanca desde 1955

Gira en torno a sí misma la rotonda del Alto del Rollo, y baja suavemente convertida en el cuidado jardín de las Misioneras Seculares y su insólita casa de tejados de pizarra rodeada de cedros y ramas. Para el barrio que bien las conoce, las habitantes de este bellísimo rincón son una presencia familiar. Para quienes las desconocemos, entrar en la casona quieta y recogida donde se detiene la ciudad, es un ejercicio de calma y de evocación lleno de serenidad y dulzura. De la mano de Carmen y de la memoria cálida y sencilla de Arancha, la historia del Instituto de Misioneras Seculares, se despliega en la quietud de una tarde sin tiempo.

Hay que remontarse al año 1939 y a esa voluntad cooperativista y práctica de la mentalidad vasca. Porque las nuestras son monjas que no lo son, así las quiso el sacerdote Rufino Aldabalte Trecu quien instauró este Instituto de Misioneras fuera de toda orden religiosa. “Se trataba de vivir en el mundo, pero sin el mundo. Nos quería así, sin hábito”, sonríe Carmen, quien va y viene de una y otra casa y abre las puertas generosamente: “El carisma de las Misioneras es el seguimiento de Jesucristo en nuestra secularidad, con un compromiso de celibato, pobreza y obediencia como forma de vida”. Sus palabras, sostenidas sobre el jardín que nos circunda, parecen de otro tiempo, y sin embargo, su eficiencia y su firmeza no dejan lugar a dudas: “Nuestra misión es anunciar a Jesucristo colaborando en la construcción de un mundo en la verdad y el respeto, desde la libertad, la actuación…”. Es la suya voz de toda una saga de mujeres profesionales del campo de la enseñanza, la sanidad, la política y el activismo, que tuvieron gran importancia en la España de la posguerra y la transición y que hicieron de su tarea profesional una entrega rigurosa desde la vida secular, laica y los firmes principios comunitarios del IMS.

Una voz quizás de otro tiempo en la suavidad de este silencio de jardines, claustros de la belleza, estancias quietas que se suceden para el encuentro y el rezo… Una voz segura, este lugar exquisito funciona desde la eficiencia y se detiene lo justo en el testimonio de sus fundadores y la historia de su trayectoria, lo importante es el presente. Las palabras del sacerdote vasco fueron extrañamente proféticas: se trataba de ser firmes en lo fundamental y flexibles en lo accidental. Con este espíritu de modernidad se sentaron las bases que continuaría María Camino Gorostiza en la búsqueda de una entrega laica, secular y, sin embargo, profundamente comprometida: “Don Rufino no quería que nos atásemos a la letra. Nos quería flexibles, abiertas a los signos de los tiempos para que diéramos, a cada momento, su respuesta. Y siempre dedicadas a mejorar la vida de los débiles y los oprimidos”. La voz de Carmen tiene una seguridad labrada a lo largo de los años dedicados a una forma de vida llegó a Salamanca en 1945. El IMS se instaló primero en la calle Compañía y después, en 1955, en esta casa bendecida por el obispo Barbado Viejo, aquel al que debemos el cinturón de incienso que rodeaba la ciudad del Tormes con sus edificios religiosos. Nuestras misioneras, que lo han sido en países lejanos en África, América y Asia, habían establecido más allá del País Vasco sus casas de oración y se dedicaron a vivir el Concilio Vaticano II con eficiente voluntad de servicio. Llegaban ahí donde se las necesitaba y en Salamanca, se entregaron a los barrios recién levantados, dispuestas a arremangarse y también, a estudiar y trabajar en las aulas de la Universidad Pontificia, cuya facultad de Periodismo inició una misionera, María Teresa Uback. La suya era una tarea de múltiples facetas: la docente universitaria, la más cercana y humilde en los barrios de barro y falta de agua. Y siempre mostrando esa característica suya que ahora llamamos resilencia: atención a las necesidades de cada tiempo, carisma de estas mujeres entregadas.

El jardín de la casa de la oración: así es el día a día de las Misioneras Seculares del Alto del Rollo  | Imagen 1

La hermosa casa que siempre se llamó “Nuestra Señora de la Vega” y que sigue siendo de oración y recogimiento, sirvió de residencia universitaria y lugar de encuentro. Ahora, a tenor de los tiempos, es casa de mayores para quienes dejaron a sus familias por el carisma misionero y ahora, necesitan de apoyo y acompañamiento.

-Hay que adaptarse a los tiempos…

Un tiempo detenido el que se respira en esta casa, un tiempo sostenido. El de los años cuarenta, con el empeño del Instituto, el IMS, en el que se instaba a las mujeres a salir a la calle, a elegir su camino, a predicar con la obra y la palabra, negando su destino marcado para el matrimonio, la sumisión o la vida conventual, tiempos en los que las aguerridas misioneras del IMS encontraron otro camino. Laicas. Peleonas, profesionales… y entregadas. Un camino desde la diferencia, comunitario, pero en “el que todas sean una misma”. El compromiso de las mujeres del instituto era diferente, entrega al mundo desde el mundo, vocación profesional y certeza. Talante que anunciaba otra época, la de los curas obreros de las periferias.

Cuando las Misioneras llegaron al barrio de los ferroviarios, el de los obreros de las pequeñas fábricas de gaseosa, de zapatillas, todo estaba por hacerse más allá de los muros de la casona, ahí, en el Alto del Rollo. Y la memoria, y la dulce sonrisa humilde de Arancha, desgranan la historia de un barrio que, por no tener, no tenía más iglesia que una capilla en la calle Colombia. Y hubo que arremangarse: acción vecinal, una guardería, un dispensario y la construcción, no de una iglesia en terrenos de las misioneras, sino de lo que más falta hacía entonces: casas a buen precio. Casas donde vivir y que se apañara la iglesita chica con un local en la parte de abajo… Después de todo, la primera capilla de este barrio había sido un garaje…

Fueron, el sacerdote Heliodoro Morales y las Misioneras, artífices de una parroquia diferente, en la pastoral de la humildad y la cercanía. Ellas entregaron su Cristo, tallado por una misionera, para la iglesia nueva, prepararon a los niños, vivieron los tiempos de las zanjas del Puente Ladrillo, compartiendo la acción vecinal cercana y comunitaria. Ahí donde no había escuela, la forjaron, con el mismo empeño con el que abrieron una pastelería llamada precisamente “El Dulce nombre de María” porque todo valía para sacar dinero y estar cerca de esa gente que todo lo precisaba.

—Una vez fui a visitar a una familia y me abrieron la puerta­: ¿Es usted la doctora?

Arancha vivió aquellos años en los que era tan importante atender a los niños como a las madres, dejar la labor e ir a pedirle agua al alcalde. Llegar a las casas a través de los barros y hablar de cooperativas para construir pisos baratos. Tiempos de pelea y cercanía. Tiempos de fuerza. Tiempos que pasaron y que no se olvidan en la memoria de los habitantes del barrio. Y ahora, llega la hora de la calma en el jardín donde se alza una virgencita de piedra traída de Vitoria y que se ve desde la calle que ya se llenó de casas y más casas. La quietud pese al tráfico y el paso de las gentes, rodea ahora este lugar calmado, silencioso, un refugio lejos del ruido de la calle y las servidumbres de un mundo en el que hay formas de vivir de otra manera.

Una vida en comunidad, regulada por sus certezas y sobre todo, por la fe sostenida en la quietud en este hermoso lugar: “Respondan a la necesidad actual en la que vivan, que para eso son”, decía su fundador. Una vida que desde un mundo individualista, pendiente del valor material y la falta de expectativas, se nos hace compleja de entender. Y sin embargo, está ahí, en la historia de un barrio obrero, en la belleza de un jardín en el que descansa la mirada, teniendo muy presente la herencia de aquel tiempo de fundación en el que el papel de la mujer era soslayada más allá de la casa. De ahí la modernidad de la naturaleza de este ejercicio laico, una organización propia, una entrega desde la profesionalidad, una certeza que sostiene. Y en esa columna que levanta la casa de espiritualidad, dos voces que son testimonio del tiempo en el que viven. Escucharlas es el necesario sosiego de otra forma de vida… el recuerdo de un tiempo heroico y, en la actualidad, la resistencia de sus certezas. La casa de oración rodeada de quietud en el veloz trasiego de la calle es el regalo de una entrega que abre la puerta y nos regala la belleza de su tarea.

Charo Alonso, Carmen Borrego.

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