Viernes, 05 de diciembre de 2025
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De estío
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De estío

Actualizado 08/07/2025 11:59

Cerca de la parcela de mi padre, se alzan, crujientes, las espigas que quedan sin recoger, esperando la cosechadora y su paso virulento, pero en una esquina de la tierra, hay un espacio segado donde las grajillas y las palomas hacen de espigadoras, quizás aprovechando la entrada del rebaño que espera el final de la cosecha. Al pastor ya le han avisado por su negligencia, mientras bajan la cabeza las ovejas modorras, los perros pesados y densos por el calor, y hasta las cabras atentas que son una mancha oscura entre el rebaño. Son como los políticos, hacen la faena y se desentienden de la calva producida en el sembrado. Continúan su camino mirando al suelo, como si no fuera con ellos. A veces, las gentes del pueblo de mi madre ni siquiera se quejan, están resignados a este pequeño abuso, es el precio que hay que pagar cuando resulta que al que guía le gusta más la furgoneta que el paso cuidadoso junto a los suyos. Eso del evangelio del buen pastor debe ser cosa de otros tiempos.

Arde el verano y se levanta la tolvanera. Cruje la paja y se agostan las plantas que nos dieron una primavera verde y promisoria. Sin embargo, al otro lado de la carretera, entre las encinas que se aferran ancianas y magníficas, las charcas siguen llenas. Ha sido un tiempo de lluvia que nos sigue regalando la virtud de la vida, y qué vida, se alzan las palomas torcaces, las grajillas, las bandadas de mirlos, colorines, gorriones y hasta las cigüeñas que han hecho sus nidos en los pasos de las antiguas vagonetas en lo que fuera una mina camino de Vitigudino, van en bandadas pesadas, plenas… y un rumor de alas lo llena todo en la siesta de la calma, en el calor que no cesa, y recuerdo el tiempo en el que, de niña, sentía levantarse a las gentes del pueblo a las cuatro, a las cinco de la mañana para iniciar la tarea. La tarde era una siesta larga y pesada de moscas y silencio, la noche, una charla inacabable sobre las sillitas de enea en la calle que se madrugó para limpiar el polvo de la cosecha. Verano de sandía y de agua fresca, verano de largas horas para leer en el haz de luz que no quema.

Ahora en la ciudad el asfalto nos devuelve lo peor de nosotros mismos y en la casa, las persianas bajan el murmullo de días de azul y de nevera abierta. Mi madre pasa la fregona de la paciencia y en casa de mi hermano, los bañadores de la piscina y su olor a cloro llenan los tendales con su color alegre de niños liberados de toda perturbación. Niños que solo tienen la obligación de la alegría, desnudos de todo lo que no sea un calzoncillo o un rojo o azul jirón de tela. Es el verano que parece extenderse, infinito, feliz, dejando que arda la tierra.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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