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El aromático olor de la juventud
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El aromático olor de la juventud

Actualizado 30/06/2025 13:29

El césped de manzanilla, un libro que me entusiasmó hace algunos veranos (sin duda, la estación más propicia para leerlo, razón por la que lo incluyo en esta serie de lecturas más o menos estivales que centrarán mis colaboraciones hasta la agosteña pausa vacacional), es una novela de la británica Mary Wesley, fallecida en diciembre de 2002, y de la que, inexplicablemente, dados su éxito y su popularidad en Gran Bretaña, solo se han publicado en nuestro país este libro que hoy les recomiendo, aparecido originariamente en 1984 y entre nosotros en 2022, y otro remoto título, hoy ilocalizable, en 1991.

Estamos en agosto de 1939, en los días previos al inicio de la participación de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial. Richard Cuthbertson y su mujer Helena viven en una agradable casa sobre los acantilados de Penzance, en Cornualles. No tienen hijos, pero como todos los veranos desde hace diez años, cuando se casaron y compraron la casa, los sobrinos de la pareja se reúnen en el muy acogedor enclave. Hasta allí llegan Calypso, Walter, Polly y Oliver, todos de diecinueve años, salvo Walter, con uno menos. Calypso, bellísima, resplandeciente, objeto de admiración y deseo, y de la que todos están enamorados, es la hija única del hermano mayor de Richard, John Cuthbertson. Polly, también guapa, y Walter son hermanos, hijos del hermano menor de Richard, Martin Cuthbertson. Oliver, que vuelve a su país tras su fugaz participación en la guerra española, es también hijo único de Sarah, la hermana mayor de los Cuthbertson. Y además está Sophy, hija de una hermanastra de Richard y que, con sólo diez años, vive con la pareja, que se ha hecho cargo de ella sin demasiada convicción por, entre otras razones, lo “difuso” de su origen, al que apuntan el aire exótico, oriental, de sus rasgos.

El jardín de la casa, su césped de manzanilla, es el lugar de reunión de los jóvenes y los adultos (Helena y Richard; pero también un matrimonio vecino, Max y Monika, judíos huidos de la Alemania nazi, en donde han dejado atrás a su hijo Pauli, probablemente encerrado en un campo de concentración; y en ocasiones el clérigo Floyer y su esposa, ocupados en la atención a los refugiados de la contienda europea, y que aportan a los gemelos, David y Paul, de la misma edad que los chicos).

Sentados sobre el césped juegan, conversan, bailan, comen, bromean y ríen, prolongando las jornadas con velas en la mesa y la luna que salía sobre el mar. El profundo olor de las margaritas inunda sus sentidos y confiere una intensidad adicional a esas escenas que serán siempre inolvidables. Y es que el césped de manzanilla, evocado de continuo por los personajes como un olor, una imborrable fragancia, grabada para siempre en sus memorias (soñaba con la manzanilla, con el olor seco y aromático de su juventud), es el silencioso protagonista del libro, que opera como metáfora del origen y la pérdida, de la infancia como el lugar del idealizado ayer, de los recuerdos, del idílico paraíso en el que la ausencia de preocupaciones, el juego y la felicidad, la existencia segura y tranquila, el amor y las pulsiones del deseo, la libertad y la vida plena no dejan espacio apenas (más allá de algunos muy sutiles atisbos: los enamoramientos no correspondidos, la acechante cercanía de una imprecisa guerra, la tenue intuición de los inexorables cambios), al dolor, a la tristeza, a los padecimientos, al siempre aciago discurrir de la vida, a la muerte. Un espacio protegido, apacible, femenino, que pronto se verá amenazado por el muy masculino impulso bélico. Los jóvenes no podrán olvidar -ni en los años de la guerra ni en sus remembranzas posteriores- las experiencias en cierto modo iniciáticas vividas en los veranos en Cornualles, de las que el césped es emblemática representación.

La novela se mueve en dos planos temporales. En el “presente” de la novela se narran las vidas de estos personajes en los años de la guerra. Intercalados entre los capítulos que describen la evolución personal de todos ellos, la autora nos traslada a una situación que transcurre cuatro décadas después, cuando algunos de los protagonistas se dirigen al funeral de uno de ellos, cuya identidad, obviamente, no voy a desvelar. Con muy notable talento literario, Mary Wesley enlaza ambos tiempos con extraordinaria sutileza, a veces en el curso de dos líneas de diálogo consecutivas, imbricando el relato de las vivencias de los jóvenes y sus mayores en el tiempo de guerra con los recuerdos de todos ellos camino del funeral, en la propia ceremonia religiosa en que se despide al difunto y en el breve encuentro posterior en la casa de Cornualles.

No hay nada más, no hay -en propiedad- una “historia” en El césped de manzanilla. Seis años de vida -muy singulares, eso sí, con los jóvenes varones movilizados y con el resto, adultos, chicas, bajo la amenaza de los bombarderos nazis- y la mirada retrospectiva -madura ya, y algo desencantada- en el colofón de cuarenta largos años después. Y sin embargo, la novela es espléndida y en ella, en las trayectorias de sus personajes, el lector se reconoce, pues resulta veraz, intensa, profunda. Wesley penetra en las almas de sus criaturas y muestra seres humanos auténticos, con sus afanes, sus amores, sus dudas, sus deseos y sus ilusiones, sus sueños, sus expectativas y sus fracasos, sus debilidades, sus aspiraciones, sus sufrimientos.

Y como telón de fondo del relato, afloran algunos temas universales: el paso del tiempo y la nostalgia de la infancia; la guerra y sus convulsiones; y, en lo que quizá constituye la vertiente más novedosa del libro, la desprejuiciada presencia del sexo, que brota de modo muy libre entre sus páginas.

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Mary Wesley. El césped de manzanilla. Alba Editorial. Barcelona, 2022. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. 464 páginas. 24.50 euros

Alberto San Segundo - YouTube

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