Tras un riguroso examen en la Capilla de Santa Bárbara, los 'reprobados' debían salir por este umbral, enfrentándose a la humillación pública, en contraste con los aprobados que salían con honores por la puerta principal de la Catedral.
En la histórica Salamanca, donde cada piedra susurra leyendas, una puerta en la Catedral Vieja, la Puerta de Carros, sigue evocando el temor y la humillación de los estudiantes de antaño. Salir por ella era la sentencia inapelable del fracaso, el fin de las aspiraciones a licenciarse tras el riguroso examen en la Capilla de Santa Bárbara. Un eco de esa presión resuena hoy en los miles de jóvenes salmantinos que han afrontado la PAU, donde el "no apto" moderno comparte el amargor de aquel antiguo "reprobado".
La Puerta de Carros es más que un simple acceso a la seo salmantina; es un monumento al suspenso. Durante siglos, hasta bien entrado el XIX, cruzar este umbral significaba la vergüenza pública, el ser abucheado y señalado como el estudiante que había sucumbido a las distracciones, cambiando los libros por "noches de juerga y vino", según la severa mirada de la época. Era la antítesis de la gloria, reservada para quienes emergían triunfantes por la puerta principal de la Catedral, ya convertidos en licenciados.
El destino de un estudiante de la Universidad de Salamanca se sellaba tras un complejo proceso que culminaba en la Capilla de Santa Bárbara. Para aspirar al grado de Licenciado, el bachiller debía primero solicitar la prueba al maestrescuela. Si cumplía los requisitos –ser hijo legítimo, cristiano viejo y de buenas costumbres, atestiguado por un padrino doctor– y no había otro aspirante más antiguo, se fijaba la fecha del temido examen.
La víspera era un ritual de tensión y esperanza. El aspirante pasaba la noche en vela dentro de la capilla, una costumbre que acuñó la expresión "estar en capilla". Sentado, con los pies sobre el sepulcro del obispo Juan Lucero, fundador de la capilla, se buscaba la inspiración divina o la sabiduría del prelado para la prueba inminente.
Al amanecer, el claustro de doctores examinadores tomaba posiciones. El maestrescuela junto al evangelio, el aspirante y su padrino a los pies del sepulcro. El bachiller debía disertar en latín durante una o dos horas. Tras una pausa para comer, sufragada por el propio estudiante, comenzaba el interrogatorio del tribunal. Finalmente, la votación secreta decidía su suerte: la aprobación o la condena a la Puerta de Carros.
Si el veredicto era "reprobado", no había clemencia. El estudiante debía abandonar el claustro catedralicio por la Puerta de Carros. Esta salida no era discreta; a menudo se convertía en un espectáculo de humillación pública, con abucheos que subrayaban el fracaso académico y social. Era el estigma del "vago", la prueba de no haber estado a la altura del prestigio de la Universidad.

En contraste, el aprobado significaba la salida por la puerta grande de la Catedral, entre aclamaciones y el inicio de festejos. La ceremonia de concesión del grado se celebraría días después, de nuevo en la Capilla de Santa Bárbara, donde el nuevo licenciado juraría fidelidad a la Universidad y, desde el siglo XVII, a la Inmaculada Concepción. Existía una vía intermedia para los casos de indecisión del tribunal: cumplir ciertas condiciones durante dos años para obtener finalmente el grado.
Esta dualidad, la gloria o la ignominia, simbolizada por dos puertas, fue parte fundamental del sistema que forjó la reputación de la Universidad de Salamanca, una de las pioneras en Europa junto a Bolonia, París y Oxford.
Aunque la Puerta de Carros marcaba el desenlace más temido, la Capilla de Santa Bárbara era el escenario crucial donde se tejía el destino. Fundada a mediados del siglo XIV por el obispo Juan Lucero, cuyo sepulcro es pieza central, la capilla albergó estos exámenes universitarios hasta 1843. Su retablo del XVI, de influencia italiana y dedicado a la santa, y la decoración con azulejo talaverano en la mesa del altar, son testigos mudos de innumerables noches en vela y tensos interrogatorios.
Más allá de los grados, la capilla también fue lugar de juramentos de rectores y otras ceremonias académicas, evidenciando la profunda simbiosis entre la Catedral y la Universidad. La Escuela Catedralicia fue, de hecho, el germen de la institución universitaria, con prebendados catedralicios desempeñando roles clave y espacios catedralicios sirviendo como aulas. Salamanca, con su Puerta de Carros, nos recuerda que incluso el fracaso tiene una historia que contar, una lección sobre la exigencia y el anhelo de conocimiento que pervive en el espíritu universitario.