“La vocación del laico no consiste en ‘clericalizarse’, sino en ser levadura del Evangelio en los espacios concretos de la historia.”
BENEDICTO XVI
“Dios no nos retira del mundo: nos envía a él. La calle puede ser el lugar de una auténtica presencia de Dios si caminamos con Él.”
MADELEINE DELBRÊL
Pentecostés no es una conmemoración del pasado, sino la irrupción viva del Espíritu en la historia humana. Aquel día en Jerusalén, cuando el viento impetuoso descendió sobre hombres y mujeres encerrados por miedo, no nació simplemente una institución, sino una comunidad transformada. La Iglesia, en su raíz más profunda, no es otra cosa que el lugar donde el Espíritu habita, fecunda y envía. “Pentecostés no es el nacimiento de una institución, sino la irrupción de una vida nueva”, dirá Benedicto XVI. Y esa vida nueva no distingue entre clérigos y laicos, no reserva la gracia a unos pocos, sino que la derrama abundantemente sobre todos los corazones abiertos.
La escena fundacional narrada en los Hechos de los Apóstoles no puede ser reducida a un hecho pintoresco o simbólico. Es una teofanía que desbarata el miedo, que unifica la diversidad sin anularla, que convierte a pescadores temerosos en testigos intrépidos. El fuego y el viento evocan la acción creadora de Dios, su fuerza transformadora y su impulso liberador. Allí no hay privilegios, solo disponibilidad. Y por eso, Pentecostés es también la fiesta del laico, porque el Espíritu no se reparte en escalafones, sino en corazones.
Durante siglos, la Iglesia ha oscilado entre la institucionalización necesaria y el riesgo de olvidar su origen carismático. En ese proceso, la figura del laico ha sido, con frecuencia, relegada a un papel auxiliar, espectador de lo que otros decidían o hacían. Pero el Concilio Vaticano II, y luego voces proféticas como la de Congar, Benedicto XVI y el Papa Francisco, han recordado con fuerza que el laico no es un “colaborador” del sacerdote, sino un sujeto pleno del Pueblo de Dios. Es en él donde el Evangelio se hace vida en medio de lo cotidiano. “La vocación del laico no consiste en clericalizarse, sino en ser levadura del Evangelio en los espacios concretos de la historia”, insistirá también Benedicto XVI.
El laico es el rostro de la Iglesia en la calle, en la política, en la economía, en la cultura, en los hospitales, en las aulas, en los hogares. Su vocación no es subsidiaria, es esencial. Su protagonismo no es opcional, es constitutivo. Por eso, Pentecostés no puede celebrarse de verdad sin reconocer en los laicos esa presencia ardiente del Espíritu que evangeliza sin estruendo, que transforma sin imponerse, que consuela y fecunda en medio del mundo. Yves Congar lo expresó con fuerza: “El Espíritu Santo no es propiedad de una casta dentro de la Iglesia. Él actúa en todos los fieles, en todos los tiempos, de formas múltiples y siempre fecundas.”
En este horizonte, la figura de Madeleine Delbrêl brilla como una epifanía concreta del Espíritu. Mujer laica, poeta, trabajadora social, testigo silenciosa del Evangelio en el corazón del mundo obrero francés, vivió Pentecostés no como un recuerdo litúrgico, sino como una disponibilidad radical. “Dios no nos retira del mundo: nos envía a él”, decía con fuerza. Para ella, cada calle era un lugar sagrado, cada encuentro una ocasión para encarnar la fe, cada gesto una oportunidad para hacer visible a Dios. Su espiritualidad no se alimentaba solo del silencio, sino de la inmersión amorosa en lo cotidiano. Supo ver a Cristo en los suburbios comunistas, en los obreros sin fe, en los rostros duros pero hambrientos de sentido.
Delbrêl no fue misionera en países lejanos, ni fundadora de una obra reconocida, ni teóloga de grandes tratados. Fue, simplemente, una mujer con el corazón encendido. Una bautizada que comprendió que el Espíritu no necesita títulos, sino corazones disponibles. Que la Iglesia no vive solo en los altares, sino en las aceras. Que el Evangelio no se grita desde el poder, sino que se murmura con amor en los oídos del mundo herido. Su testimonio es una denuncia al clericalismo sutil que aún persiste, pero también una esperanza inmensa para todos los que sienten que su vida cotidiana puede ser lugar de santidad.
Hoy, Pentecostés es más necesario que nunca. En una Iglesia que arrastra heridas, cansancio, estructuras agotadas y desafíos nuevos, el Espíritu sigue soplando. Y lo hace, sobre todo, en los laicos que —con fidelidad sencilla— mantienen viva la llama de la fe. En los padres y madres que educan con amor, en los jóvenes que buscan sentido con valentía, en los ancianos que rezan con ternura, en los trabajadores que no traicionan su conciencia. El Espíritu no necesita grandes discursos, sino vidas encendidas.
El Papa Francisco lo ha dicho con claridad: “El pueblo fiel de Dios es portador de una sabiduría que no se aprende en los libros, sino en la vida.” Y ese pueblo es, en su inmensa mayoría, laico. No son una “categoría” dentro de la Iglesia; son la Iglesia. Son el cuerpo viviente donde el Espíritu actúa, consuela, guía y renueva.
Por eso, celebrar Pentecostés es también comprometerse con una Iglesia más corresponsable, más sinodal, más abierta a la voz del Espíritu en todos sus miembros. Es dejar de mirar solo hacia el presbiterio y empezar a mirar también hacia los bancos, hacia las casas, hacia las calles. Es recuperar la certeza de que el Espíritu sigue soplando, y que su fuego no se apaga donde hay corazones humildes que se dejan quemar.
Pentecostés, en definitiva, es la fiesta del Dios que se da. Es la fiesta de la diversidad reconciliada, de la unidad en la pluralidad, del envío misionero que no conoce fronteras. Y es, sobre todo, la fiesta de todos: de Pedro y de María, de Pablo y de Lidia, del sacerdote y del laico, del místico y del campesino, del joven y del anciano. Es la fiesta de la Iglesia entera, sostenida no por el poder, sino por el Espíritu. Y en ese Espíritu, todos tenemos un lugar, todos tenemos una voz, todos tenemos una misión.
Por eso, Pentecostés no puede celebrarse sin una conversión profunda de la Iglesia. Ya no bastan los discursos sobre el laicado, ni los gestos simbólicos: hace falta una transformación real, estructural, espiritual. Es hora de romper definitivamente con todo clericalismo que asfixia, con toda pasividad que acomoda, con todo temor que paraliza. El Espíritu no sopla para mantener lo establecido, sino para abrir caminos nuevos. Y esos caminos pasan por confiar de verdad en el laico, en su palabra, en su discernimiento, en su santidad escondida. La Iglesia que no escucha a sus laicos se vuelve estéril. Porque allí donde un laico se levanta con el fuego del Evangelio en el corazón, ya está ocurriendo un nuevo Pentecostés.
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