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¿Somos solo algoritmos?
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¿Somos solo algoritmos?

Actualizado 28/05/2025 07:55

“Lo que realmente nos distingue como especie no es la inteligencia individual, sino nuestra capacidad de creer colectivamente en ficciones compartidas como religiones, naciones o derechos humanos.”

YUVAL NOAH HARARI

“Si la libertad es solo un autoengaño biológico, como sostiene Harari, entonces apelar a la responsabilidad ética carece de sentido y se vuelve contradictorio.”

CARLOS BEORLEGUI

Yuval Noah Harari es, sin duda, una de las figuras más fascinantes y polémicas del pensamiento contemporáneo. Historiador israelí formado en Oxford y profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalén, ha revolucionado la divulgación histórica con un estilo accesible, provocador y profundamente interdisciplinar. Su nombre resuena más allá del ámbito académico, entre jefes de Estado, empresarios tecnológicos, educadores y millones de lectores comunes que han encontrado en sus libros no solo una síntesis audaz del pasado humano, sino también una visión inquietante del futuro. Obras como Sapiens, Homo Deus y 21 lecciones para el siglo XXI han consagrado a Harari como una especie de nuevo oráculo laico, capaz de tejer narrativas que van desde la biología evolutiva hasta la inteligencia artificial, desde la neurociencia hasta la filosofía política.

El núcleo del pensamiento de Harari gira en torno a una tesis potente y, a la vez, incómoda: los seres humanos somos animales narradores. Nuestra supremacía sobre otras especies no se debe únicamente a la fuerza física o a la inteligencia individual, sino a la capacidad de creer en ficciones compartidas. Las religiones, los derechos humanos, el dinero, las corporaciones o los Estados no existen en la naturaleza; son productos de la imaginación colectiva que nos permiten cooperar en masa. Esta idea ha calado profundamente porque explica, con una lógica casi brutal, por qué sociedades enteras pueden organizarse, movilizarse y morir por conceptos que no pueden tocarse ni verificarse empíricamente. El Homo sapiens, dice Harari, es un animal capaz de matar y morir por mitos.

Pero su pensamiento no se queda en la historia. En Homo Deus, Harari proyecta las consecuencias futuras del poder humano desatado. Hoy, dice, ya no luchamos contra el hambre, la peste o la guerra con la desesperación de antaño; hemos convertido esas desgracias en problemas técnicos, en buena medida controlables. Ahora nos enfrentamos a desafíos completamente nuevos: la inmortalidad, la felicidad programada y la transformación del ser humano en una criatura postbiológica. La idea de que podamos rediseñarnos genéticamente, aumentar nuestras capacidades mentales con dispositivos tecnológicos o incluso crear formas de vida no orgánicas inaugura una nueva era donde la biología darwiniana ya no es el único marco evolutivo.

Este horizonte ha llevado a Harari a declarar que el humanismo está en crisis. Aquella religión moderna que consagraba la libertad, la dignidad y el libre albedrío del individuo comienza a tambalearse ante la irrupción de algoritmos que nos conocen mejor que nosotros mismos. ¿Qué sentido tiene hablar de libertad si nuestras decisiones pueden predecirse con base en datos biométricos? ¿Qué valor tiene la conciencia humana si una inteligencia artificial puede diagnosticar enfermedades, escribir novelas o componer música con mayor eficacia que nosotros? En este nuevo paradigma, la inteligencia puede separarse de la conciencia, y eso es lo verdaderamente revolucionario —y aterrador.

No faltan, sin embargo, voces críticas. Filósofos como Mario Arroyo o Carlos Beorlegui han cuestionado el andamiaje ideológico de Harari. Le acusan de cientificismo, de reducir la complejidad de lo humano a meras reacciones bioquímicas y de construir un discurso que, aunque elegante, termina siendo oracular y contradictorio. Si el yo es una ilusión, se preguntan, ¿quién escribe sus libros? ¿Quién toma decisiones éticas? ¿Quién se preocupa por el futuro de la humanidad? Para sus críticos, Harari plantea un horizonte determinista en el que el ser humano queda reducido a algoritmos, pero sin renunciar del todo a una apelación ética, como si quisiera mantener un último resquicio de agencia moral en un mundo gobernado por datos.

Esta tensión recorre toda su obra. Harari desmonta el mito del libre albedrío con argumentos derivados de la neurociencia y de los experimentos de Benjamin Libet, según los cuales nuestras decisiones se originan antes de que seamos conscientes de ellas. Pero, al mismo tiempo, advierte del peligro de entregar nuestra libertad a empresas tecnológicas que podrían “hackear” nuestras mentes. ¿Podemos, entonces, luchar por una libertad que él mismo declara inexistente? ¿No hay aquí una ambigüedad profunda entre la descripción científica y la exhortación moral?

Otra crítica frecuente es la falta de apertura de Harari hacia otras formas de conocimiento. Su rechazo de la espiritualidad, del alma, de la trascendencia o de cualquier forma de religiosidad parece obedecer más a una postura ideológica que a una evaluación filosófica rigurosa. Desde una óptica espiritualista o metafísica, su pensamiento resulta demasiado plano: todo lo que no puede ser medido, programado o modelado queda descartado como ilusión colectiva. Su concepción del ser humano —aunque brillante en su diagnóstico histórico— parece, a fin de cuentas, incompleta. La conciencia no es solo cálculo, la libertad no es solo estadística, y la dignidad no puede explicarse exclusivamente en términos evolutivos.

En contraste con la visión reduccionista de Harari, que disuelve al ser humano en algoritmos y procesos bioquímicos, la filosofía de Xavier Zubiri ofrece una defensa radical de la dignidad humana desde una perspectiva profundamente realista e integradora. Para Zubiri, el ser humano no es simplemente un animal racional ni una máquina de procesar datos, sino una realidad abierta, capaz de intelección sentiente, es decir, de aprehender lo real con inteligencia y sensibilidad unidas. Esta estructura nos constituye como sujetos libres y responsables, enraizados en la realidad y no en ficciones vacías.

Frente al determinismo neurocientífico, Zubiri nos recuerda que la libertad no es una ilusión, sino la manifestación más honda de nuestra condición personal: somos capaces de dar forma a nuestra vida, no por azar ni por programación, sino por un ejercicio de apropiación creativa de la realidad. En tiempos donde la técnica amenaza con vaciar el sentido del ser humano, esta filosofía representa un acto de confianza en nuestra capacidad de verdad, de ética y de trascendencia.

Harari representa, en suma, una encrucijada del pensamiento actual. Su obra es tan luminosa como inquietante, tan visionaria como limitada. Nos obliga a repensar quiénes somos, cómo hemos llegado hasta aquí y hacia dónde podríamos ir. Pero también nos desafía a no rendirnos al encantamiento de sus narrativas. Porque si el futuro es, como él dice, una posibilidad y no un destino, entonces todavía estamos a tiempo de decidir —con libertad o sin ella— qué tipo de humanidad queremos ser. Y quizá, después de leer a Harari, el mayor gesto de libertad consista en imaginar otros futuros posibles, más allá de los que predicen los algoritmos.

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