El sacerdote de lo Padres Reparadores de Alba de Tormes versó su homilía en la caridad fraterna y la Eucaristía como pilares fundamentales para superar las divisiones y fortalecer la comunidad creyente
El sacerdote Felix Blanco, de los Padres Reparadores, fue el encargado de presidir la eucaristía de la tarde del jueve ofreció una homilía en la que invitó a "permanecer en el amor que da sentido a la vida" y a construir puentes en un mundo y una Iglesia a menudo fragmentados.
El sacerdote inició su predicación recordando el capítulo 15 del libro de los Hechos de los Apóstoles, que narra "la primera diatriba, la primera división que surge en el seno de la iglesia". La cuestión de si era necesario ser judío para seguir a Jesús de Nazaret enfrentó a figuras como Pablo, Pedro y Santiago, llevando al Concilio de Jerusalén. "Todos miramos con añoranza el espíritu de la primera comunidad creyente, que tenía un solo corazón y una sola alma, y que compartían todos sus bienes", admitió Blanco.
Sin embargo, subrayó que esta gracia de la comunión "es un don divino, y como regalo que es cuando ponemos por delante los intereses y gustos personales, la suave brisa del espíritu se dispersa". La falta de unidad entre los seguidores de Cristo, sentenció con claridad, "está manifestando la debilidad de nuestro amor".
Para encontrar herramientas que permitan transmitir la paz del Resucitado, Felix Blanco se remitió al capítulo cuarto del "Camino de Perfección" de Santa Teresa de Jesús. La primera de estas herramientas, destacó, "no es otra que el mandamiento nuevo del amor". Citando a la mística abulense, enfatizó su visión: "Y si este mandamiento se guardase en el mundo como se ha de guardar, creo aprovecharía mucho para aguardar las demás. Mas, más o menos, nunca acabamos de guardarle con perfección". Sin amor, reiteró el sacerdote, "no se puede construir la unidad de la iglesia, puesto que este es el fundamento de todo lo demás".
El amor, por tanto, se presenta no solo como un ideal, sino como el criterio esencial para evaluar la autenticidad de la experiencia creyente y, paradójicamente, como su "piedra de tropiezo". Blanco recordó la advertencia teresiana sobre el peligro de poner "demasiado énfasis en algunas amistades, pues podemos faltar a la caridad con otros", una llamada a un amor universal e inclusivo dentro de la comunidad.
La homilía profundizó en la naturaleza de este amor, vinculándolo directamente a la relación con Cristo y, a través de Él, con el Padre. El sacerdote evocó el contexto de la Última Cena, donde Jesús explica la "imperiosa necesidad de que nuestra vida esté fuertemente unida a la suya". Nuevamente, la voz de Santa Teresa iluminó este misterio: "Oh buen Jesús, qué claro habéis mostrado ser una cosa con él, y que vuestra voluntad es la suya, y la suya la vuestra. Qué confesión tan clara, señor mío, qué cosa es el amor que os tenéis". Esta es, según Blanco, "la gran invitación del señor para cada uno de nosotros en este día: permanecer en el amor que da sentido a la vida".
Ante la realidad de que en la Iglesia "muchas cosas pueden generar controversia y disputa" y que "no hay prácticamente nada que no esté libre de interpretaciones", surge la pregunta: "¿Cómo podemos salvar este bache? ¿Cómo podemos solventar esta división?". Felix Blanco ofreció una respuesta contundente: "Hay una fuerza escondida por la que dios nos va consolidando, nos va unificando, nos va integrando en su cuerpo. La eucaristía".
Para sustentar esta afirmación, recurrió a las palabras de San Gaudencio de Brescia: "Uno solo murió por todos, y este mismo es quien ahora, por todas las iglesias, en el misterio del pan y del vino, inmolado nos alimenta, creído nos vivifica, consagrado santifica a los que se consagran".
En Jesucristo, continuó el sacerdote, "vemos el modelo y el ejemplo, el camino y el fundamento de la unidad en la iglesia. Solo por su vida, por su ministerio y por su entrega, es que podemos ser hijos del mismo padre, hermanos entre todos nosotros. Lo que nos une es él".
Para concluir esta línea argumental, Blanco citó una vez más a Santa Teresa, quien exhortaba a sus hermanas: "no consintamos, oh hermanas, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino de aquel que la compró con su sangre".