“La transparencia es un principio de coacción. Su compulsión aniquila la libertad.”
Byung-Chul Han
"El poder más eficaz es el que no se percibe como poder"
Byung-Chul Han
Byung-Chul Han, silencioso y contundente, ha logrado convertirse en uno de los pensadores más influyentes de nuestro tiempo sin necesidad de presencia mediática ni de grandes apariciones públicas. Su figura parece contradecir el mismo espíritu de la época que diagnostica con crudeza: una época de exhibición constante, de ruido sin pausa, de transparencia convertida en fetiche. Desde su retiro intelectual en Berlín, y ahora con el reconocimiento del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2025, Han sigue articulando una filosofía que interpela con fuerza inusitada a sociedades tecnológicamente saturadas y existencialmente vacías. En su estilo aforístico, heredero de Nietzsche y teñido de una espiritualidad que recuerda tanto al misticismo cristiano como a la sabiduría taoísta, Han condensa en pocas frases preguntas que atraviesan los modos de vida actuales.
El pensamiento de Han gira en torno a una pregunta fundamental: ¿qué le está ocurriendo al ser humano en la era del rendimiento, la hipervisibilidad y la hipercomunicación? Frente a los relatos triunfalistas del progreso digital o del empoderamiento individual, Han levanta una advertencia inquietante: estamos más conectados, pero más solos; más informados, pero menos sabios; más libres, pero más agotados. La paradoja que recorre su obra es que la libertad contemporánea, celebrada como un derecho conquistado, se ha transformado en una forma nueva y sofisticada de coacción. El sujeto ya no es oprimido desde fuera, sino que se somete desde dentro, entusiasmado por su propia autoexplotación.
En La sociedad del cansancio, uno de sus libros más emblemáticos, describe cómo la positividad absoluta del "sí puedo" se convierte en tiranía. Ya no hay un patrón externo que impone, sino una autoexigencia sin límites que lleva al colapso. La depresión, el síndrome burnout y los trastornos de ansiedad no son simples fenómenos médicos, sino síntomas estructurales de un régimen que ha eliminado toda negatividad: ya no hay conflicto, resistencia, pausa ni sombra. Solo hay aceleración y rendimiento. La enfermedad de la época no es la represión, sino el exceso de positividad, y por eso Han no es un pensador de la prohibición, sino de la interrupción. Frente al mandato del “hacer más”, sugiere el valor del “no hacer”, del detenerse, del callar, del contemplar.
Esta crítica encuentra un complemento en La sociedad de la transparencia, donde desenmascara el nuevo dogma social: todo debe ser visible, todo debe ser mostrado, todo debe estar disponible. Pero al convertir la vida en escaparate, se destruye el espacio interior. La intimidad se vacía, el secreto se convierte en sospecha, y la alteridad desaparece. Porque sin opacidad no hay deseo, y sin deseo no hay ni eros, ni narrativa, ni política. El amor se vuelve imposible cuando el otro se convierte en objeto plenamente visible y disponible. Y sin amor, sin misterio, sin el riesgo de no conocer del todo al otro, el mundo pierde su espesor.
En este sentido, Han no denuncia solo los efectos de la digitalización o del neoliberalismo como estructuras económicas. Su crítica es también antropológica y estética. Señala que estamos perdiendo la experiencia del tiempo, del cuerpo, de lo ritual, de lo contemplativo. El tiempo ha dejado de ser un flujo narrativo —con memoria, espera, duelo— para convertirse en una sucesión de instantes fugaces que no construyen identidad. En En el enjambre, advierte que el presente digital rompe la posibilidad de comunidad: no hay ya voces propias, sino una coralidad sin compromiso, una sincronía sin sentido. En lugar de diálogo, hay eco. En lugar de presencia, hay conexión superficial.
De ahí que sus obras más recientes, como Vida contemplativa, Loa a la tierra o La desaparición de los rituales, propongan un giro más poético y espiritual. No se trata de negar la técnica ni de idealizar un pasado perdido, sino de reaprender a habitar el mundo desde la lentitud, la hospitalidad, el silencio. Han no busca soluciones políticas en el sentido tradicional, sino una revolución invisible: cultivar el arte de la espera, del secreto, del cuidado; redescubrir lo sagrado en lo cotidiano; proteger los espacios interiores donde aún puede brotar el sentido. Frente al cálculo, la contemplación. Frente al ruido, el recogimiento. Frente al exceso de luz, la dignidad de la sombra.
Ese es quizás el núcleo más radical de su pensamiento: la defensa de la negatividad como condición de la libertad. Porque la libertad no consiste en mostrarlo todo, en decirlo todo, en hacerlo todo. Consiste, más bien, en preservar lo que no se dice, en guardar lo que no se rinde, en defender lo que no se deja capturar. Solo cuando el ser humano puede callar, puede esperar, puede negarse a actuar, comienza a ser verdaderamente libre. En un mundo donde el rendimiento se ha vuelto religión y la transparencia moral, Han nos recuerda que lo humano no es lo perfecto, lo visible, lo productivo. Es lo herido, lo ambiguo, lo contradictorio. Solo en esa grieta puede nacer la verdad.
Byung-Chul Han aporta al pensamiento contemporáneo una crítica radical, lúcida y profundamente original sobre las formas invisibles de poder, la transformación del sujeto en la era digital y la pérdida de lo humano en un mundo obsesionado por la positividad, la transparencia y el rendimiento. Su obra, escrita con un estilo claro, aforístico y meditativo, no pretende ofrecer respuestas técnicas ni soluciones ideológicas, sino devolverle al pensamiento su capacidad de interrumpir, de resistir, de abrir preguntas incómodas. En tiempos donde la filosofía corre el riesgo de disolverse en la especialización académica o en la banalización mediática, Han recupera una voz filosófica que es a la vez crítica, estética y espiritual.
Además, Han aporta una sensibilidad filosófica que fusiona Oriente y Occidente. Toma de Heidegger la importancia del habitar, del tiempo, del silencio; de Nietzsche, la crítica al nihilismo moderno; de Foucault, el análisis del poder y la vigilancia; y de la tradición oriental, el valor del vacío, la lentitud, la armonía. Esta síntesis le permite articular una crítica que no es solo racional, sino también estética y espiritual. No defiende una vuelta al pasado, sino una recuperación de dimensiones humanas olvidadas: el rito, la contemplación, la espera, la fragilidad. Frente a la velocidad, propone pausa; frente al ruido, silencio; frente al rendimiento, gratuidad.
En un mundo donde todo debe servir para algo, Han insiste en el valor de lo inútil, de lo que no rinde, de lo que simplemente es. Sus libros, breves pero densos, funcionan como antídotos contra la prisa y la saturación. Más que informar, invitan a detenerse. No nos dicen qué hacer, sino cómo mirar. Y en ese mirar, quizás podamos descubrir que otra forma de vida —menos agotada, menos vigilada, menos ruidosa— aún es posible.
Por eso, el reconocimiento que recibe con el Premio Princesa de Asturias no es solo un homenaje a un pensador brillante, sino también un acto simbólico: la celebración de una voz que desafía el ruido desde el silencio, la prisa desde la lentitud, y la exposición desde el recogimiento. En un tiempo donde todo se mide por la visibilidad y la eficacia, Han representa la incómoda dignidad de lo que no se vende, de lo que no rinde, de lo que no brilla. Y tal vez ahí, precisamente ahí, reside su fuerza transformadora.
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