Sábado, 06 de diciembre de 2025
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“El mejor futbolista” no existe
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“El mejor futbolista” no existe

Nuevamente, me apetece construir un alegato, estructurado, para afirmar que no existe un “mejor futbolista” absoluto y, a su vez, refutar el reduccionismo de las opiniones generalizadas que buscan coronar a uno solo.

Contra el mito del mejor futbolista del mundo me apetece lanzar un manifiesto por la diversidad del juego, la justicia del equipo y el fútbol que no sale en la foto. No hay un mejor futbolista, sino infinitas maneras de ser grande. En el fútbol, como en la vida, no hay una sola forma de brillar. Afirmar que existe “el mejor futbolista del mundo” es una simplificación torpe, cómoda para el debate de café o el titular de la prensa, pero injusta con la riqueza del juego. ¿Qué significa ser el mejor? ¿Marcar más goles? ¿Regatear con más plasticidad? ¿Correr más kilómetros, asistir con más inteligencia, replegar con más generosidad?

El fútbol no es un certamen de habilidades individuales, sino un organismo colectivo donde el todo siempre es más que la suma de sus partes. Hay jugadores que marcan una época sin apenas levantar una ceja ante los focos. Otros, tocados por el genio, necesitan de estructuras invisibles que les permitan relucir. Messi no será nunca mejor que Busquets en la coordinación del mediocampo, ni podrá defender con la solvencia posicional de Piqué. Cada uno con su don. Ninguno superior al otro.

Contra la obsesión por coronar al elegido, el mercado, los algoritmos y los medios alimentan el mito del elegido: ese jugador que condensa en sí todas las virtudes, todos los récords, todas las portadas. Se crean galas, trofeos, documentales y ránkings que entronizan a uno, y al hacerlo, relegan a cientos. Pero esa entronización no es inocente: responde a la necesidad de simplificar el relato, de producir ídolos digeribles, de ponerle una cara al espectáculo.

La realidad del juego es otra: más rica, más compleja, más humana. ¿Cómo ponderar el valor de una cobertura defensiva que evita un contragolpe, frente a un gol de chilena? ¿Quién mide la presión silenciosa de quien evita que el rival reciba cómodo? ¿Por qué se premia siempre el gol, cuando la belleza del fútbol ocurre también —y a veces sobre todo— antes de él?

El fútbol invisible de los tuercebotas, vale la pena recuperar esta figura singular. No como burla, sino como reivindicación. El tuercebotas no deslumbra, pero sostiene. Corre para tapar, se ofrece para el pase fácil, retrocede sin que se lo pidan. Es ese jugador que no ganará premios, pero sin el cual ningún equipo funciona. En la caseta es el que une, tranquiliza, organiza. En el campo, es el engranaje silencioso.

Cristiano Ronaldo necesitó a Casemiro, a Khedira, a tantos otros que hicieron el trabajo sucio. Messi fue grande entre grandes, pero también gracias al equilibrio que ofrecieron tipos como Mascherano o Alba. Y aun así, ¿cuándo se pondera a estos jugadores en los debates sobre "los mejores del mundo"? Casi nunca. Como si su aporte fuera menor. Como si lo necesario fuera menos valioso que lo vistoso.

Ni siquiera hay un “mejor tuercebotas”. Aceptar que no hay un mejor futbolista implica también asumir que no hay un mejor tuercebotas. No hay un patrón único de entrega, de trabajo colectivo, de presencia en la sombra. Algunos ordenan, otros empujan, otros equilibran. Cada uno a su manera. Lo que tienen en común es que rara vez aparecen en los rankings, y sin embargo, para mí, son imprescindibles.

La idea de "el mejor", incluso aplicada a los que hacen lo invisible, es un reflejo del pensamiento jerárquico que empobrece el juego. No se trata de coronar a otro, sino de desmontar la necesidad de coronar a alguien. Porque el fútbol —el verdadero, el que se juega cada fin de semana en miles de estadios sin cámaras— no responde a lógicas individuales. Responde a la sinergia, al sacrificio, a la complementariedad.

El balón de oro no rueda en todas direcciones. Nada refleja mejor esta injusticia estructural que la distribución histórica del “Balón de Oro”. Casi todos los premiados son delanteros. Un puñado de centrocampistas creativos. Algún defensa excepcional. Y solo un portero en toda la historia: Lev Yashin, en 1963. Desde entonces, décadas de murallas ignoradas: Buffon, Neuer, Casillas, Courtois… figuras monumentales, relegadas a un segundo plano.

Los porteros viven en la intemperie. Su error es tragedia; su acierto, obligación. No tienen margen para el lucimiento gratuito. Por eso, tal vez, no ganan premios. Porque su grandeza está en la contención, no en la explosión. En resistir, no en deslumbrar. Y sin embargo, siguen fuera del foco. Como si el fútbol sólo ocurriera en el área rival.

La lógica justa no cabe en el espectáculo. El fútbol admite una lógica interna, profunda, rica. Pero esa lógica rara vez sobrevive a la pantalla. Porque los medios necesitan narrativas que vendan, que enfrenten, que resuman. Así, la complejidad del juego se ve reemplazada por un cuento de héroes y villanos, de ganadores y perdedores, de “mejores del mundo” contra el resto.

Y esa simplificación lo contamina todo: los premios, las charlas de bar, los debates de plató, incluso la memoria. Tratar de pensar el fútbol con matices, con justicia, con contexto, es ir contra corriente. Pero es también la única forma de honrarlo. Porque el fútbol no es una cuestión de tronos, sino de armonía. No se trata de quién es el mejor, sino de cómo todos, desde su lugar, hacen que el juego tenga sentido.

Y por eso, este manifiesto no proclama a nadie por encima de nadie. Prefiere mirar hacia los lados, hacia atrás, hacia lo invisible. Porque en un mundo que busca siempre al número uno, el fútbol auténtico sigue siendo un juego de once.

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