En las tardes de los padres surgen huecos. En los huecos de las tardes, a veces lluvias. Y en las lluvias, ocasión para un café solitario, que hoy tenía que ser aquí. Mirando frente a frente la puerta de un colegio donde no hay charco pese a que sí ha llovido. Esperando que ocupe la silla vacía la próxima intervención en una cháchara virtual con signos de realidad, inusitada con síntomas de nostalgia.
Vengo al café todavía sobrecogido por la muerte de alguien cercano, con el alma arrebatada por ese hielo aún más frío si el llamado es más joven que uno. Ante ninguna respuesta, porque la fragilidad del cuerpo nunca dejará de ser un misterio para el hombre, me aferro a una pregunta que se contesta con "nada": "¿Qué nos separará del Amor de Dios?".
En este café por la lluvia, en este hueco de tarde por padre, con un ojo puesto en la chimenea más célebre del mundo, tenía que volver aquí para regresar a lo que fui y con quien lo fui. Pongo el otro ojo en esta puerta por la que empecé a salir desde aquel 25 de octubre del 93, cuando el patio de mis recreos, aun cursando todavía sexto de E.G.B. (¡nunca pude presumir de ser de Octavo!), fueron estas calles entre Toro y Zamora, y aquella plaza del Campillo que lo era "de las piedras".
Gracias al empuje de Teresa y Miguel, en apenas tres semanas nos reencontraremos no pocos viejos compañeros de estudios en el colegio Amor de Dios, casi todos de la buenísima añada del 82. Desde hace unos días se sucede un intercambio de recuerdos, anécdotas, joyas fotográficas, chanzas y confidencias. Salamanca todavía nos guarda a bastantes, mientras otros ya han hecho su vida fuera de nuestro patio de recreos. Sea la que sea la distancia, el reencuentro nos ha hecho sentirnos cerca y pensarnos a menudo.
En la silla vacía de esta mesa puedo imaginarme a aquella directora, sor Cruz, que recibió a una familia trasladada a curso empezado, de vuelta a la añorada cuna salmantina pero dejando atrás otro colegio donde fui tan feliz. También el pupitre aislado junto a la ventana cerrada, la del estrecho pasillo de acceso al aula, porque en aquella clase de treinta y cuatro alumnos había que meter un González fuera de orden alfabético, en el nº 35.
Me imagino a mis compañeros que me miraban como una curiosa novedad de lunes, un chico bajito que llegaba de un pueblo de Palencia; a los profesores que intentaron ser de ayuda a lo largo de siete cursos; a los que se han convertido en amigos para toda la vida; a los que han compartido momentos y etapas vitales que me han marcado y que siempre vendrán conmigo. Y entonces pido otro café sin prisa, porque siempre habrá huecos y tardes para el regreso, y por mucho que llueva tendremos por delante el patio más grande, y ningún miedo de meternos en charcos, porque nada nos separará del Amor de Dios.
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