Viernes, 05 de diciembre de 2025
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El libro nos reúne
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El libro nos reúne

Actualizado 06/05/2025 17:42

“un libro es una herramienta para interpretar el mundo, pero también para transformarlo”.

ITALO CALVINO

“es detestable esa avaricia que tienen los que, sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos”

MIGUEL DE UNAMUNO

Las ferias del libro, como la que celebrará Salamanca en su 43ª edición en la Plaza Mayor, representan mucho más que un evento cultural o una cita comercial: son verdaderos espacios simbólicos donde la sociedad reconoce el valor de la palabra escrita, del pensamiento compartido y de la memoria colectiva. Durante unos días, las calles se transforman en plazas de diálogo, donde los libros dejan de ser objetos aislados en estanterías para convertirse en puntos de encuentro entre autores, editores, lectores y curiosos. En estos días, la ciudad se convierte en un ecosistema de sentido donde lo que se celebra no es solo el libro, sino todo aquello que hace posible su existencia: la escritura, la lectura, la imaginación, la memoria.

El libro no es una invención trivial ni un objeto cualquiera; es uno de los más fieles compañeros del ser humano, desde que la escritura fijó en tablillas de arcilla los primeros registros de lo vivido. Su historia, como recuerda Svend Dahl, es inseparable de la historia de la humanidad misma: los rollos de papiro, los códices de pergamino, la imprenta de Gutenberg, y hoy también el formato digital, son distintas formas de encarnar una misma voluntad: conservar la palabra, transmitir el pensamiento, resistir al olvido. No es casual que los libros hayan sido tanto protegidos como perseguidos, celebrados y censurados, ya que donde hay libros hay también disputa de sentido, crítica, libertad. “Abrir un libro es abrir un combate”, decía Victor Hugo, y quizás no haya frase más justa para describir el poder de transformación que anida en cada página.

En este contexto, Emilio Lledó nos enseña que la escritura es memoria viva, que “escribir es vencer el olvido”. En su ensayo El silencio de la escritura, propone una visión del lenguaje como lugar de encuentro entre la experiencia vivida y la conciencia histórica. La escritura, dice, no es un fin, sino un cauce: nos permite dialogar con los muertos, interrogar el pasado, pensar el presente. Es, al mismo tiempo, una técnica y una forma de espiritualidad, un acto de pensamiento y una meditación. Escribir —y por tanto leer— es una forma de resistir la inmediatez que nos atropella, de sostener el tiempo cuando todo parece disolverse. La lectura, no es un mero consumo cultural, sino un ejercicio de interioridad, de atención, de libertad. Y en este sentido, las ferias del libro tienen algo de ritual laico: nos recuerdan que el conocimiento no se transmite en forma de datos, sino de historias, de imágenes, de preguntas que nos habitan.

En Salamanca, ciudad de letras por antonomasia, estas ferias tienen un significado especial. Su historia universitaria, su tradición humanista, su vínculo con autores que marcaron época —desde fray Luis de León hasta Unamuno— hacen de esta ciudad un espacio propicio para que el libro no solo se venda, sino que se respire. Durante esos días de feria, las librerías se abren en la plaza pública, en la calle, los lectores se multiplican, y la palabra encuentra una hospitalidad que no siempre tiene en los circuitos cotidianos. Porque leer, como nos recuerda también David Cerdá, no es una actividad pasiva ni automática. Es una dieta del corazón y la razón. Requiere esfuerzo, paciencia, una disposición abierta al asombro. No se trata de acumular libros, sino de dejarse tocar por ellos. Y para eso, nada mejor que el ambiente propicio, la atmósfera acogedora que las ferias saben generar.

En un mundo donde lo inmediato suele ganar la partida, el libro impreso —con su cadencia lenta, su exigencia de atención, su tacto tangible— representa una forma de resistencia cultural. No se trata de rechazar lo digital, sino de recordar que el conocimiento profundo exige tiempo, cuerpo, diálogo. Los libros digitales coexisten con los físicos, pero lo esencial sigue siendo la actitud del lector. Leer bien es, en el fondo, una forma de amar. Porque “leer es legere, y legere es elegir”. Y elegir bien qué leer, es también elegirse a uno mismo, es practicar esa libertad interior que se ejercita cada vez que una frase nos interpela, que un personaje nos conmueve, que una idea nos transforma.

Hay algo profundamente humano en el acto de leer y de escribir. Tal vez por eso el libro nunca ha dejado de acompañarnos, ni siquiera en los contextos más adversos. A lo largo de la historia, los libros han sido escondidos, salvados, traducidos, copiados, transmitidos en secreto. En dictaduras, fueron refugio. En tiempos de exilio, fueron hogar. En épocas de oscuridad, fueron luz. Y cuando la feria los celebra, los saca al sol, los hace visibles, los pone al alcance de todos, está también haciendo un gesto político: declarar que la cultura no es un lujo, sino un derecho; que el pensamiento no es una rareza, sino una necesidad.

Leer, como nos enseñó Emilio Lledó, no es un pasatiempo, sino una forma de existir con mayor hondura. La lectura abre grietas en la superficie de lo cotidiano, permite que la vida se vuelva más densa, más rica, más habitable. Nos expone a otros mundos, otras voces, otros modos de estar en el mundo. Y en esa exposición, nos transforma. Por eso, la feria del libro no es un museo del pasado, sino un laboratorio del futuro. En cada libro que se compra, en cada conversación que se entabla, en cada niño que hojea con curiosidad una historieta, hay una promesa: que la palabra seguirá siendo viva, que el diálogo no está roto, que aún podemos pensarnos de otro modo.

Nos recuerda Antonio Barnés, “el libro es quizás la más digna habitación de la palabra, pues la convierte en protagonista y la enmarca abriendo y cerrando las puertas del discurso”. Esa morada —a la vez íntima y abierta— es la que habita cada lector cuando se sumerge en un buen libro. Por eso, más allá del espectáculo o del comercio, las ferias del libro siguen siendo uno de los gestos más nobles que una sociedad puede ofrecerse a sí misma: el de reunirnos en torno al pensamiento, a la belleza, a la memoria. El de celebrar, juntos, el poder discreto pero inmenso de la palabra escrita.

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