Viernes, 05 de diciembre de 2025
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¿Qué está ocurriendo con la pena de muerte?
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¿Qué está ocurriendo con la pena de muerte?

La restricción de libertades, la ausencia de juicios justos y la instrumentalización de la pena de muerte para sofocar cualquier oposición demuestran que su aplicación va más allá de la justicia, convirtiéndose en un mecanismo de control estatal.

Andrea Martín Paíz

Defensora de los derechos humanos

La pena capital, también conocida como pena de muerte, es la sanción más severa impuesta por los sistemas judiciales para castigar ciertos delitos. Su origen se remonta a la Antigüedad, con registros de su aplicación en civilizaciones como la griega y la romana. A lo largo de la historia, su uso se extendió durante la Edad Media y, con el tiempo, fue formalizándose dentro de los marcos legales, especialmente a partir del siglo XVI. No obstante, la aplicación de esta medida ha sido objeto de intensos debates éticos y jurídicos, ya que, en muchos casos, no se ha limitado a castigar actos verdaderamente peligrosos para la sociedad, sino que ha servido para reprimir conductas relacionadas con el ejercicio de derechos fundamentales.

Actualmente, de los 195 países del mundo, 106 han abolido la pena de muerte, lo que demuestra un avance significativo en la protección de los derechos humanos. Sin embargo, su práctica sigue vigente en muchas naciones, y en años como 2017 se registraron aproximadamente 2.600 condenas a muerte. Aún más preocupante es la falta de transparencia en ciertos países, como China, donde se llevan a cabo ejecuciones sin acceso a datos oficiales que permitan conocer la magnitud real de esta práctica ni los motivos específicos de cada sentencia. Se estima que, en ese mismo año, alrededor de 22.000 personas se encontraban en el corredor de la muerte, esperando la ejecución de su condena.

Según el informe de Amnistía Internacional de 2022, 55 países aún mantienen la pena de muerte en sus legislaciones. De ellos, ocho se destacan por aplicar ejecuciones de manera recurrente cada año: China, Egipto, Irán, Irak, Arabia Saudita, Estados Unidos, Vietnam y Yemen. Las razones detrás de estas condenas varían según el país y su contexto sociopolítico, incluyendo delitos comunes, crímenes políticos, discursos disidentes e incluso prácticas relacionadas con la identidad de género y la libertad de expresión. Esta realidad pone de manifiesto la necesidad de seguir cuestionando la legitimidad de la pena de muerte y trabajar en la defensa de los derechos humanos a nivel global.

Si profundizamos en las razones por las que tanto en países como Arabia Saudita como en China se precisan acciones como esta veremos que la justificación que ofrecen se relaciona con la idea de mantener un control y homogeneidad en la sociedad, que favorece la falsa «tranquilidad» en las calles. Sin embargo, cuando estudiamos casos como los extraídos de Arabia Saudí observamos que la pena de muerte ha aumentado en los últimos años, especialmente bajo lo que se considera como «disidencia política». Esto quiere decir que el gobierno no tolera el activismo político, las críticas abiertas o cualquier intento de reforma que desafíe el statu quo. En este contexto, la disidencia no solo incluye a políticos opositores, sino también a periodistas, intelectuales, clérigos reformistas, activistas de derechos humanos y feministas que abogan por cambios en la estructura del poder saudí. El gobierno saudí considera cualquier crítica o cuestionamiento como una amenaza directa a su estabilidad y autoridad. Para silenciar a los disidentes, utiliza leyes de seguridad nacional y lucha contra el terrorismo como pretextos para justificar la represión. Muchas de las personas detenidas por motivos políticos son acusadas de «alterar el orden público», «desafiar al liderazgo» o incluso «promover el terrorismo», además son víctimas de juicios celebrados en secreto con procedimientos injustos y careciendo de una figura que les proteja y defienda como lo puede ser el abogado.

Por otro lado, que países como China no sean claros con los datos —y motivos— en torno a la pena de muerte no solo afecta a sus propios ciudadanos, sino que también erosiona los esfuerzos mundiales para promover la transparencia y los derechos humanos. Al ocultar cifras y razones detrás de las ejecuciones, el gobierno chino refuerza un sistema de represión sin rendición de cuentas, lo que genera un efecto dominó en otras naciones que buscan evitar el escrutinio internacional. La presión de la comunidad global sigue siendo clave para exigir mayor apertura y garantizar que la pena capital no sea utilizada como un arma de control político y social.

Amnistía Internacional mantiene que la pena de muerte simplemente perpetúa una cultura de la violencia. Bajo la idea de estar «mejorando» la sociedad —nada más lejos de la realidad— la situación de estos países tan sólo supone la existencia de una sociedad que, por miedo, mantiene un perfil bajo para no suponer una amenaza al gobierno, aún cuando no se amenace la tranquilidad del pueblo.

No obstante, no todo son malas noticias. En el año 2020 se redujo un 26 % el número de ejecuciones en todo el mundo según los datos extraídos de Amnistía Internacional, la cifra más baja en los últimos 10 años registrada por la organización. Aunque esta estuvo expuesta a ciertas fluctuaciones en los años siguientes, en ellos observamos que en 2023 se tuvo noticia de 1.153 ejecuciones: un aumento del 31 % respecto de las 883 de 2022. Sin embargo, hubo un descenso significativo en el número de países que llevaron a cabo ejecuciones, que pasó de 20 en 2022 a 16 en 2023.

En conclusión, la pena de muerte sigue siendo una de las prácticas más controvertidas en el mundo, utilizada no solo como castigo para delitos graves, sino también como una herramienta de represión en regímenes autoritarios. La restricción de libertades, la ausencia de juicios justos y la instrumentalización de la pena de muerte para sofocar cualquier oposición demuestran que su aplicación va más allá de la justicia, convirtiéndose en un mecanismo de control estatal. Sin embargo, los avances en la lucha por su abolición reflejan un cambio de conciencia global. Aunque el número de ejecuciones aumentó en 2023 respecto al año anterior, la reducción en la cantidad de países que la aplican muestra una tendencia positiva hacia su eliminación. La labor de organismos como Amnistía Internacional ha sido clave para visibilizar los abusos y presionar a los gobiernos a reformar sus sistemas judiciales.

En este contexto, la erradicación de la pena de muerte no solo representa una cuestión de derechos humanos, sino también un paso fundamental hacia la construcción de sociedades más justas y equitativas. El desafío continúa, pero la tendencia global demuestra que cada vez más naciones comprenden que la justicia no puede basarse en la violencia institucionalizada, sino en la defensa de la dignidad humana y el respeto por la vida.

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