Viernes, 18 de abril de 2025
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La gratitud de la poesía y la vida
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La gratitud de la poesía y la vida

Actualizado 12/04/2025 09:38

Esa es la mirada del artista, el artesano, el obrero. Sus ojos se posan en los nuestros como dos platos vacíos al cabo de una cena romántica.

Antes de sentarme a redactar esta columna, fui a comprar flores. Nunca había entrado en esa tierra… o sí, pero casi sin darme cuenta. Temprano por la mañana, en la madrugada quiero decir, había redactado un poema más para el certamen de poesía al que tendré a mal remitir mi poemario, que lamentablemente se verá en la penosa condición de ser leído por personas que —incluso sin conocerlas— sé que no lo merecerán. En todo caso, ese gesto valdrá para que digan por fin tenemos a alguien que sí entiende la poesía.

Qué sentido tiene comprar flores para llevarlas a un parque y dejarlas en una banca (escribo español mexicano mayormente: lo digo para que vayan perdiendo cuidado en contar las veces que no digo el banco, el coche, la piscina, etc.), flores para dejarlas en una banca con una nota de amor (obviamente, hablo de amor del bueno, no del contaminado: el amor que se profesan padre e hija, hijo y madre, dos pájaros persiguiéndose en un vuelo inútil como el soplo del viento). Lo mejor de estas flores, en el caso presente, fue que la joven que me las vendió, debido a su falta de inglés o a su nerviosismo dijo 35 (yuanes), en lugar de 75. Salió corriendo tras mí y me dijo que eran 75. Yo le dije 75 en chino. Ella abrió los ojos. Pagué los 40 restantes.

Cada vez me convenzo más de la verdadera utilidad de la materia del mundo. Lo que importa (de verdad) no está ahí. La vida verdadera transcurre en otro plano diferente. Entre más nos desprendemos de la masa de las cosas del aquí y el ahora, en proporción semejante nos acercamos a esa otra región de la que solo la retórica y poética puede dar cuenta. La belleza no está en unas mejillas chapeadas, sino en lo que tales mejillas hermosas evocan en el espíritu de la persona que las contempla y bendice. Los guijarros, los minutos, los sueños, las cosas como estas no son más que el teclado, las cuerdas, el mecanismo del instrumento existencial que tiene por vocación arrancarle a la eternidad un pedazo de instante.

Si yo tuviera aranceles en las manos, los usaría para acumular en ellos agua de la lluvia y regar las plantas de mi hogar. Los usaría, bien limpios y relucientes, para compartir los alimentos con el joven en sandalias que camina frente a mí en la calle, con una pinta de hombre que no conoce la vida en sociedad. Los usaría, mediante el complemento del cemento u otro recurso, para cubrir el tejado de las casas mexicanas que veo cuando voy en la carretera. Los usaría, al modo de los monjes de Rednote, para apoyar mi cabeza por la noche, al cabo de una meditación que carece de palabras para significarse en una estrofa.

Los pantalones que más amo son los de los hombres y mujeres sobre las seis de la tarde cuando salen del trabajo obrero. No están rotos, ni sucios, ni las camisetas de esas personas tienen mensajes que no comunican nada. Llevan en las manos frascos de té, de agua, herramientas. Yo he comido junto a ellos. Ninguno huele mal. Sus rostros tienen una dureza parecida a la del cobre. La sombra que proyectan en el suelo no se mueve, ni pasa como un río, pues viene de una luz donde los asuntos tienen por vocación la eternidad.

Por eso todas las tardes acudo al pie de la muralla al lado de mi casa y me siento de frente a la piedra siete minutos (pongo la alarma). Respiro. Enderezo la espalda. Respiro con todas mis fuerzas, sin hacer esfuerzos. Y miro qué pasa. El silencio está lleno de significado. Con el tiempo, una, uno, se acostumbra a escucharlo. Nos ofrece imágenes también. Nos acostumbramos a contemplarlas. Trae recuerdos del vacío de la memoria y los arrastra a la distancia como nubes sin forma. Luego abrimos los ojos y vemos que todavía estamos ahí.

La vida tiene por vocación el movimiento. El reencuentro en estas ocasiones resulta maravilloso. Pero se requiere soltar. Dejarse arrastrar por las olas de un mar metafórico que rompe su figura en las rocas de nuestra expectación. El muelle del espíritu, que insufla de energía el espacio de la creación entre el cielo y el suelo —según lo refirió mi padre tras su lectura de Ramón Andrés—, como un globo aerostático, eleva nuestro pensamiento a lo alto, donde según refieren algunos autores anida la belleza.

Muchas veces, dice más lo que se oculta que lo expuesto. Así me pasó en la mañana con la joven de las flores. Sus labios no se inmutaron. Ni lo hicieron los míos. Ni ella puso atención en mis cejas, si yo lo hice en su cabello, que caía por su hombro como una cascada mansa. Sus manos, al extenderme el ramo, no tocaron las mías, ni me bendijo con su alma cuando yo hice un gesto de gratitud y giré sobre mis talones. No pasó nada.

Don Quijote fue un amigo de Jorge Luis Borges. Borges, probablemente por eso fue Borges. Pero para ser Borges hace falta primero ser amigo de Don Quijote, y para conseguir esto último se echa en falta ser amado. El amor, por esto lo repetimos, usa los aranceles para confeccionar una escudilla donde el hombre de la calle pueda mendigar su alimento. Nada que no se incline a lavar los talones de los obreros que llegan reventados a casa me vale para decir que estamos ante un ser humano. En nuestro caso, la poesía, entre otros elementos como los estudios y el respeto a las y los mayores, ha sido la pedagogía que nos ha llevado a besar la tierra donde nacen las verduras. Escribir poesía para un concurso, con todo el lucro que ello implica, nos ha servido por partes iguales para saber que solo el joven greñudo de la esquina, maloliente, tiene en las pupilas de sus rutilantes ojos la capacidad de reconocer el cielo. A él es a quien nos acercamos, sin miedo a que descubra su sonrisa pobre.

Acabo de leer en un poema que solo guardamos lo conservado. Pues sí, tiene razón, salvo que alguien lo robe. La multiplicación de los panes evangélica la reconocemos como el acto de compartir. Cuando damos algo, cuando agregamos agua a los frijoles, el alimento se acrecienta. El destino del ser humano tiene por vocación la magia. La magia de las cosas reales. La esperanza, que irriga el tiempo. La fe, que recoge el sentido de las cosas que no lo tienen. La música, que nos comunica algo que viene de otra parte fuera de aquí. La literatura, como la vida, nos hace adoptar la forma de su continente. Nos ahorma. Nos convierte en otras personas. Nos empuja como a un bebé a que exploremos el mundo con el tacto.

Imágenes como la de Macedonio Fernández acuden a los ojos de mi alma. Él también está greñudo en la estampa que atisbo. Tiene las manos vacías. No parece apresurado por ningún compromiso. Pero para llegar a ese punto, claro está, debió aprender primero qué fueron las leyes y la literatura. Las personas más cuerdas que he conocido (lo incluyo a él, como Borges incluyó a Don Quijote), parecen comprender que todos somos seres humanos frágiles. Ellas y ellos viven en otra dimensión donde cosechan frutos o bendiciones para esparcirlos a manos llenas sin cobrar nada a cambio. Esa es la mirada del artista, el artesano, el obrero. Sus ojos se posan en los nuestros como dos platos vacíos al cabo de una cena romántica. La vida, como la poesía, también conoce la gratitud.

torres_rechy@hotmail.com

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