A veces me cruzo con un señor de cierta edad, que lleva de la mano o del brazo a otro más joven con algunos signos de tener algún tipo de discapacidad intelectual y motora. Por la complicidad y al afecto que se expresan, he deducido que se trata de un padre y su hijo, que van camino del centro donde el chico participa o que ya están de regreso a casa. Llevan un ritmo lento, sosegado, casi contemplativo, donde el padre se adapta al ritmo que marca su hijo, pero en ningún momento el rostro del más mayor denota impaciencia o hartazgo. Todo lo contrario, se le esboza siempre una leve sonrisa, incluso a veces van riéndose los dos a carcajada. El paso del más joven es lento y algo torpe, como si se fuera a tropezar en cualquier momento, pero el señor le agarra con firmeza y a la vez con cariño.
Esa “procesión” es diaria, incluso se realiza varias veces al día. La imagen es muy similar en invierno o en primavera, haga lluvia, sol, frío o calor y el paso de los años no ha mermado la estampa de este paseo compartido, como parte de la vida de cada día. Y contemplando esta escena, mi mente recrea otros escenarios que me vienen a la cabeza, como los pasos en Semana Santa, tan cargados de emoción y sentimiento, como los que a mí me provocan esta escena familiar.
La cruz de aquel chico más joven, es decir, su situación de mayor vulnerabilidad o fragilidad, su dependencia de la ayuda de otras personas, es para todos los días del año, incluido el domingo de Resurrección. Pero a la vez, su rostro lleno de paz o de alegría, me dicen que también viven todos los días la fiesta de la vida, en donde la luz se abre paso entre la oscuridad, y el dolor y el sufrimiento son trascendidos por un amor único, como el que tiene aquel padre por su hijo. Su padre le mira con ternura, es su hijo, carne de su carne y sangre de su sangre y ese amor no merma por la discapacidad física y psíquica del chico, sino todo lo contrario, el amor se hace más grande cuanto más hay que dar, cuanto más lo necesita alguien.
A veces el padre le canta alguna canción o le cuenta algún chiste divertido, y otras veces van en silencio. Las trompetas y los tambores que acompañan esos paseos están hechos de latidos de corazón y de miradas cruzadas, que no necesitan de las palabras porque todo se está diciendo. Caminando al mismo compás, a veces el padre tirando del hijo, y otras veces el hijo tirando del padre, porque hacer el mismo camino es también saber esperar y unificar el ritmo.
Ellos no necesitan hábito ni capirote, ni hachón, ni medalla. Ni siquiera necesitan público, aunque no saben que cuando me cruzo con ellos, han tocado mi corazón y mi devoción y desearía juntarme a ellos siendo parte de esa comitiva procesional. La vida es también como una procesión, donde celebramos a la vez el dolor y la alegría de la vida. Ayuno y sobreabundancia, fracaso y éxito, muerte y vida. Todo junto cada día de la existencia, en procesión a veces acompañados, a veces acompañando y a veces solos de remate. Pero al final, el horizonte en la idea de que “lo mejor está siempre por llegar”.
Ese padre lleva años siendo cofrade del paso de su hijo, cadente y desesperante para el que es ajeno a su hermandad, pero él lo tiene claro. Y estoy seguro que cada noche al acostarse da gracias por el tesoro de su hijo, aunque esté molido de cansancio y cada mañana, abre las manos para volver a la procesión más difícil pero a la vez más hermosa de la que puede formar parte, la del amor que sólo da, sin esperar nada a cambio. O sí, quizá una leve mueca de su hijo que le confirme que ser padre de aquel hijo es lo mejor que le ha pasado nunca.
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