, 07 de diciembre de 2025
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Los errores
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Los errores

Actualizado 25/03/2025 08:05

En alcance al “pero” de la entrega anterior…

Uno escribe o habla como quiere, desde luego, aunque sí su trabajo es revisar/corregir/enseñar, ya no está tan claro que otros autores, lectores o discípulos tengan que aceptar como bueno o único el personal gusto o las personales creencias o convicciones.

Además de ser una muy buena novela de José Revueltas, los errores, así, sin cursivas ni mayúscula inicial, son un tema cada vez más recurrente en los tiempos que corren.

Por todas partes los hay, además de que se ha vuelto deporte de tirios y troyanos detectarlos y hacer lo propio con sus primas, las erratas; las coñas varias que se pueden generar son muy útiles en esta época en la que la noticia es espectáculo… tirando a vacuo.

Claro que los errores permiten el choteo-cachondeo-cotorreo… Sin embargo, también muestran, en no pocas ocasiones, la ignorancia del burlador. Como poca gente lo nota, no hay problema, les sigue saliendo a cuenta a quienes gustan de detectar pajas en ojos ajenos.

Vivimos tiempos en los que imperan quienes tienen un problema para cada solución; en los asuntos lingüísticos, esto de los errores se vuelve un griterío que, la verdad, creo que va perdiendo la gracia; para mí, hasta aburre, pero qué sé yo.

La lengua es de todos y el lenguaje es algo vivo; sin embargo, no todos saben cómo funciona y por qué pasan determinadas cosas. Ni se lo plantean. Y hacen bien.

Eso sí, si, aunque no se lo planteen, divulgan todo aquello que les llega y parezca coincidir con lo que les gusta, parece o acomoda… el lío está servido.

Correctores y revisores, que, por cierto, parecen ser cada vez menos –y, por supuesto, menos valorados–, casi siempre parecen tener que contentar a un superior de esos que suelen pensar: "si a mí me gusta, si coincide con lo que me enseñaron, está bien y punto".

Que sí, hombre (y mujer), que uno escribe o habla como quiere.

Mi reflexión va para quienes tenemos como trabajo/responsabilidad la de revisar/corregir/enseñar… o establecer la norma –como los académicos que, valiéndoles madres o importándoles un carajo [uno es bilingüe] la coherencia, no suscriben sus propios acuerdos–.

En especial, insisto, no me parece muy decente imponer los personales gustos/costumbres/manías de quien, en ese momento, es responsable de que lo escrito cumpla con la norma de ser entendido de la mejor manera, y más fácil, y por el mayor número de personas.

Porque para eso sirve la norma­­ –compañeras y compañeros–; una norma, además, consensuada desde hace tiempo por expertos de aquí y de allá.

Expertos, palabra fatídica en esto del idioma… ¿A poco pasa lo mismo, por ejemplo, en el campo de la medicina? Ahora que lo pienso, en la época de más evolución científica –la actual– los antivacunas son legión. Al menos, legioncilla. Y un poco legionela.

En fin, vuelvo a mi terreno: demasiada gente equipara errores graves con erratas o considera equivocadas palabras bien escritas. O dichas.

Son más quienes nunca dudan, tan seguros y seguras que ni por equivocación, abren el diccionario, un diccionario, cualquier diccionario… Y eso que hay un montón en Internet.

Además, si a uno se le ocurre intentar espetarles un razonamiento… Mejor no, que aburren. Si no tenemos gracia para hacer un videíto de TikTok, ya valió.

Ello me lleva a una reflexión final: con estas cosas del lenguaje y el estilo, siempre he considerado más importante aprender que enseñar: aprender, aprende uno de todo el mundo, si tiene la actitud. Sin embargo, ¿enseñar? No cualquiera.

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