La carta la usaría no para conseguir nada nuevo, no para ascender el escalafón de la vida académica o laboral, no para ningún beneficio personal. La carta, en otro sentido, la compondría para dar testimonio del aprecio de alguien en el recinto de mi memoria.
Qué palabras caben en una carta. Para qué remitimos una carta. Qué resulta tan importante como para asentar por escrito, pluma y papel, algo. Hablar de una carta, me parece, equivaldría a girar sobre los talones y ver, apreciar, lo que hemos dejado en el olvido antaño.
La escritura, me parece recordar que no es la primera vez que lo digo, equivale a la puesta en escena lingüística, verbal, de un mundo hundido, o elevado, en la interioridad del ser humano. Si alguna vez han mirado dentro, recordarán que ahí anida la suma del tiempo pasado, más el presente e incluso el porvenir. Eso que apreciamos solamente cuando nos volvemos capaces, o sensibles, de percibir el alma, contiene una eternidad entera, vibrante, apaciguada.
El futuro, desde luego, se puede construir desde ahí. E incluso el pasado, bajo la adopción de un punto de vista, o una perspectiva, nuevos, puede modificarse. El teatro del alma contiene en sus tarimas un drama que inicia de nuevo al tiempo que acaba, y viceversa: ahí ocurre todo al mismo tiempo.
En poesía, se dice que la escritura del género requiere que el autor olvide el verso. Se exige, en cambio, un estilo claro, conciso, no afectado. En nuestra experiencia, esto lo hemos encontrado no cuando hemos pretendido componer un poema, sino cuando hemos echado mano de nuestros recursos literarios para comunicar algo de alguien más. Lo diré en palabras concretas. Si nuestra habilidad (inexperta todavía) para las palabras la empleamos en la transmisión de la actividad de alguien más, el estilo por sí solo se acopla al objeto del referente y desaparece.
Esta habilidad para referir lo ajeno al mismo tiempo redunda en un enriquecimiento propio, que a la postre ensancha las arcas de la vida interior. La vida del alma que venimos refiriendo, entonces, nutre sus caudales de la interrelación con el exterior. Pero a ese exterior no lleva nada propio, sino que, en otro orden de procedimientos, lo acoge en el vacío propio y desde ahí lo pone de relieve, resaltándolo, en el mundo.
Cuándo se consigue la capacidad referida. Sucede cuando se ha llegado lejos y no hay más lugar adónde ir, pues tal como los sentidos lo reportan, la vida es redonda: el más allá, inexorablemente, acaba en el aquí.
Esta semana, en mi cuenta de WeChat, publiqué dos artículos breves, que tienen por título “20 euros” y “Navegación a unas regiones ignotas del ser”. En ellos, digo algo que en este momento no atino a recordar. Podría abrirlos en mi ordenador, para releer siquiera la entradilla, o bajada. Pero creo que no lo haré, lo dejaré todo en la simple mención de los títulos.
Por todas estas cosas mencionadas y omitidas, creemos, la literatura le ha dado el nombre de casa del ser a la palabra. La palabra nos pobla, dicta con su lenguaje el tejido de nuestra vigilia y sueño, nos dice cómo somos, qué somos, en qué nos convertiremos, etc. Por partes iguales, además, el lenguaje no solo discurre por los cauces de nuestro entendimiento, sino que este, el entendimiento, junto con la memoria y la voluntad, o sea, nuestro todo, mana por las sucesivas estancias de la galería de la palabra. La palabra es la casa del ser, repetimos. Nosotros la poblamos a ella.
El género epistolar ha sido cultivado por siglos, probablemente desde el inicio de los tiempos letrados. Quién no puede recordar una escrita redactada por un familiar, o un antepasado. Quién en efecto no ha visto una carta como estas, pero quisiera conservar una. En el mundo del arte, quién no ha contemplado cuadros donde el personaje, parado ante una ventana, o inmerso en el revuelo del estudio en el escritorio, tiene una carta entre las manos. Quién, al recibirla, no le ha dado un beso, y la ha colocado en un lugar visible.
La letra manuscrita no se parece a la digital. Ni una página digital consigue encarnar el contenido (material) de la hoja de papel. Esto lo vemos cuando vamos al campo y tocamos la tierra. El origen del cultivo posee características propias, que en vano transmiten los establecimientos y centros comerciales cuando proyectan en sus anuncios de luz las cualidades nutritivas de los productos ofertados. Según José Saramago, los centros comerciales, actualmente, reflejan la idea de Platón en torno a la caverna que habita el ser humano, sin ocasión de distinguir los objetos reales de la vida, afuera de esa cavidad subterránea.
Si arriba hablábamos de cederle la voz a otra persona, para emplear las capacidades propias del lenguaje en favor de la expresión de un referente externo, ¿a quién podríamos citar? La respuesta llega rápido a nuestra mente. La pluma tiene por nombre Eduardo Lozano, en su página Corazones Belmontinos, dedicada a la “crónica taurina y alguna ocurrencia más”. En sus numerosas publicaciones, nunca hemos dejado de ver una agilidad literaria elegante, cuidada, casual, espontánea, rebelde, desconsolada, reconciliada con el género humano. A él lo conocimos en Salamanca.
Otro autor a quien podríamos mencionar sería a Darin McNabb. De él, para sorpresa nuestra, hemos recibido una respuesta a un correo electrónico que le remitimos, dando cuenta del uso y beneficio que su canal de YouTube La Fonda Filosófica, con “explicaciones claras y distintas de varios autores e ideas de la filosofía”, reporta para nuestras clases de lingüística en Nanjing Tech University (Nanjing gongye daxue). En la entrada “Navegación a unas regiones ignotas del ser”, citada arriba, exponemos algunos rasgos de la persona de McNabb, a quien tuvimos el gusto si no de tratar, al menos sí de ver en la Facultad de Filosofía, Universidad Veracruzana, México.
Nosotros tenemos en mente la redacción de al menos una carta. Se la deseamos comunicar a una persona a quien considerábamos un amigo, pero probablemente no ha llegado el tiempo para hacerlo. La carta, pensamos, puede reducirse a la extensión de un cuento de Monterroso, no precisa mayor medida. Las cosas, en ocasiones, se reducen al mero detalle. Un peligro de esto, nos parece ver, es que en ocasiones el otro, lejos de administrar y atesorar, en libertad, lo compartido, desea cobrar posesión. Se desconoce en mayor parte el gesto de la gratuidad, que libera y acrecienta lo ofertado.
Generalmente, en publicaciones como la presente, se mencionan nombres de autores preclaros. Nadie para mientes en las personas a ras de calle, como en su día lo hizo el biógrafo de España, Benito Pérez Galdós. Sin embargo, la vida se sostiene en pie por ellas y ellos, maestros de kínder, albañiles, fondas económicas, enfermeras, choferes del transporte público, boleros. Ese tejido humano, que supera en número, medida y peso al resto del tejido, en posiciones presuntamente más favorables en el escalafón de la sociedad, ese tejido humano es el que hace posible la existencia.
A estas personas, por lo tanto, quisiera dedicarles una misiva. A esta gente que no cuenta a la hora de echar números para ver a quién queremos dentro de nuestra vida. El mundo, probablemente, podría sostenerse en pie solo, si no existiera la maldad y obedeciéramos solamente la intuición o la razón.
La carta la usaría no para conseguir nada nuevo, no para ascender el escalafón de la vida académica o laboral, no para ningún beneficio personal. La carta, en otro sentido, la compondría para dar testimonio del aprecio de alguien en el recinto de mi memoria; para ponderar, quizá, algún hecho curioso que ha caído en el olvido o no se ha producido aún; para referir cómo ha operado el tiempo en el curso de nuestras propias circunstancias, encausando algún asunto particular de un modo preciso. Se dirigiría, entonces, al ensanchamiento de las regiones interiores del alma.
Para Umberto Eco, en cita remitida por mi padre, el crecimiento y la madurez consiste en caer en la cuenta de que la vida es una acumulación del saber. Luego, nosotros, con Umberto Eco, decimos, adónde irá a parar eso cuando uno muera. La respuesta menos racional, o más sensata, apunta a la nada. Aunque quizá exista un puente entre esta vida y otra y todo lo atesorado en la experiencia no se pierda. A este respecto, a la gente supuestamente famosa le diría que se cuide de los pequeños, pues ellos, llegado el momento, dictarán la sabiduría humana.
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