, 07 de diciembre de 2025
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Extraña piedad
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Extraña piedad

Actualizado 06/03/2025 08:48

Cuando comienza la Cuaresma, no tardó en recordar aquellas iconografías tan vivaces que se desarrollaron a lo largo de los siglos, claramente empapadas por creencias populares y complejas disertaciones teológicas con fines doctrinales. Esa iconografía que pasa por imágenes sencillas, rápidas de ver y que resaltan por la extrañeza que nos causan.

Una de estas rarezas que hoy pasarían por una especie de atrocidad herética fruto de perversas mentalidades (nada más lejos de la realidad) nace asociada al pensamiento de que el Niño Jesús, desde su más tierna infancia, aceptó el dolor futuro de la Pasión. No debería extrañarnos en ningún momento la sapiencia del infante, pues tal y como se indica en los Evangelios Canónicos, a temprana edad era capaz de debatir a los doctos del Templo de Jerusalén, pues en sí mismo encarna la divina sabiduría. Conocía, pues, el motivo de su encarnación. En algunas “Anunciaciones” tardomedievales incluso aparece un diminuto Niño Jesús cargado con la cruz siendo proyectado hacia el vientre de María. Más tarde, las alusiones al conocimiento divino sobre la redención se hicieron más sutiles, escondiéndose en el niño Jesús dormido, como en La Virgen del Silencio de Lavinia Fontana, donde se relaciona el sueño con la muerte. Así, el Niño Jesús aparece tendido sobre blandas telas como el cordero sobre el altar de sacrificios. A posteriori, este desgarrador sueño se hace más presente al transformarse su lecho en una pequeña cruz a la cual se abraza como si de un peluche se tratase, como si en su astillosa superficie pudiese percibir la suavidad de la luz que compone la salvación. Y, por el camino paralelo, el Niño meditabundo se desliza sobre el reposabrazos absorto en el pensamiento del flagelo y en la espina que traspasará su frente hasta caer rendido. En el sueño medita sobre el peso de la cruz, se cierne sobre él la mano de su madre para acariciar su mejilla y siente el bofetón que un guardia le dará durante su juicio. Pero no se sobresalta, sino que simplemente lo acoge. Al despertar, el olor a madera del taller de San José le arrobará. Y tomará los ramas restantes para confeccionar una corona hasta que nazcan de las yemas de sus dedos diminutas gotas de sangre. Conoce los clavos que atravesarán sus manos, las tenazas que liberaran su cuerpo del madero y el paño que lo acogerá. ¿Qué puede hacer sino llorar?

En el convento de las Claras hay una interesante guardería divina donde se recupera parte de este discurso pasionario. Está repleta de dulces rostros conocedores de la futura pasión, de penitentes y risueños gestos. Está la inocencia interrumpida por la pena. El Convento abrazó la meditación sobre la infancia de Jesús al igual que hizo la Monarquía Hispánica con especial predilección. Quién sabe si estos niños de madera y peltre encontraron consuelo en los brazos de las monjas o en las alabanzas de Mariana de Neoburgo. Si el temor por los clavos fue aliviado por sus devotas oraciones. Si hallaron en ellas la figura de la piedad. La Madre acuna al Niño.

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