El odio es el sentimiento más destructivo del ser humano y para el ser humano. Odiar requiere atención, consumo de energía y empleo de tiempo. Consecuentemente, el odio comienza por hacer daño a quien lo siente, generando una obsesión negativa en su interior que proyecta hacia el objeto, causa o destinatarios elegidos. El sujeto que odia puede terminar por odiarse a sí mismo. En palabras de Tim Guenard (2002) “Sólo temo un abismo, el más aterrador, el del odio hacia uno mismo”.
Se manifiesta, el odio, en forma de desprecio, antipatía, aversión, fobia, u otras formas negativas, hacia algo o alguien a quienes se les desea que los invada el mal. Etimológicamente, el término “odio” proviene del latín odium y, de forma genérica, se trata de un sentimiento intenso, una respuesta emocional de rechazo o repulsa hacia algo o alguien que nos incomoda, que nos genera disgusto o animadversión. Tanto hombres como mujeres definen el odio como un sentimiento de carácter negativo, que puede llegar a ser expresado o reprimido y que genera rencor.
Gran parte de lo que acabamos de decir está en el saber popular y contemplado en el Diccionario de la Lengua Española (DLE) Según las ciencias sociales y las ramas del saber, existen otras definiciones más precisas o divergentes que tienen su aplicación práctica en la vida de las personas. A alguna de esas otras miradas nos asomamos brevemente en las siguientes líneas, si bien, cabe que nos planteemos en primer término la relación entre amor y odio, para mejor entender este último y sus consecuencias, tanto en lo personal como en las relaciones interpersonales y grupales.
Hemos de tener en cuenta que la vida emocional de las personas se complementa con dos fenómenos emocionales fundamentales: el amor y el odio, aunque ambos son antagónicos. El acto de odiar es lo opuesto al hecho de amar, adorar o dar cariño.
El amor y su naturaleza ha sido, desde la época de los antiguos griegos, un pilar de la filosofía, generando teorías que van desde la concepción materialista del amor como un fenómeno puramente físico o genético que dicta nuestro comportamiento, hasta teorías del amor como algo intensamente espiritual.
Uno de los grandes pensadores de la Historia de la Humanidad, Empédocles de Agrigento (495-435 a. C.) filósofo y político de la Antigüedad griega, definió al amor y al odio como fuerzas cósmicas que provocan el cambio continuo. Esto del cambio continuo nos suena en nuestros días. El amor actúa como atracción de lo diferente, tiende a unir. Mientras que el odio actúa como separación de lo semejante. Empédocles nos dejó la siguiente frase para la Historia con respecto a la realidad y el tema que nos ocupa: «Vemos la tierra por la tierra, el agua por el agua, el aire por el aire celeste, el fuego igualmente por el fuego destructor, el amor por el amor y el odio por el funesto odio».
Platón (427-347 a. C.) el gran filósofo griego, fundador de la Academia de Atenas, llega a afirmar que hay odio en la misma medida en que hay amor y que este, el amor, no podría existir si no estuviera delimitado por el odio. Su discípulo, Aristóteles (384-322 a. C.) nos viene a decir que, para desarrollar la virtud, para ser virtuoso, es necesario llegar a amar y odiar las cosas adecuadas. Sin embargo, en su descripción de la persona virtuosa, prioriza de forma clara el amor sobre el odio. Es el amor y no el odio la principal fuerza impulsora de la buena vida. Para este filósofo, es el odio el que conlleva un deseo de causar o hacer el mal. Para nosotros, nos queda la reflexión sobre cuáles son esas cosas adecuadas a las que el filósofo hace referencia.
Damos un salto en el devenir histórico y resumimos la Edad Media, agrupando a aquellos filósofos medievales para los que el amor es la consonancia de la apetencia, respecto de aquello que es aprendido como conveniente. Mientras que el odio es la disonancia del apetito, respecto de aquello que se aprende como repugnante o nocivo. En tales afirmaciones coincidimos con Marina & López (1999).
Para René Descartes (1596-1650) en su Tratado de las Pasiones del Alma (1649) “El odio es una emoción causada por los espíritus que incita al alma a querer separarse de los objetos que se le presentan a ella como nocivos". El filósofo por excelencia de la Edad Moderna nos plantea una relación bien compleja entre algo intangible, sumamente espiritual, como es el alma y algo tangible como los objetos dañinos.
Por otra parte, Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) nos habla de los espacios y las contiendas. Según la fisiología filosófica del primer filósofo de la Edad Contemporánea, el odio es mayor allí donde la lucha y la resistencia son mayores, es decir, entre grupos o potencias similares. Para este filósofo el odio es un sentimiento negativo, propio de los débiles y subalternos. Entendemos de su definición y pensamiento que el odio tiene una estrecha relación con el poder, lo que nos lleva directamente al discurso del odio, tan lamentablemente presente en nuestros días.
Desde otra óptica, la psicología define el odio como un sentimiento profundo y de larga duración, que se manifiesta con una intensa expresión de ira y hostilidad hacia un objeto, persona o grupo. Por esta forma de manifestarse, muchos psicólogos consideran que el odio es más una actitud o disposición que un estado emocional temporal o transitorio. Buen ejemplo de ello es el discurso del odio.
Como podemos observar, a lo largo de la historia de la Humanidad el odio y el mal han sido una constante, poniéndose de manifiesto a través del mal trato personal, la discriminación, la violencia, las guerras o los genocidios. La presencia del odio en la vida de las personas, los grupos, las colectividades y la política, ha tomado formas diversas y muy complejas, siendo el denominador común a todas ellas el discurso del odio, por ahí empiezan las malas consecuencias. De eso nos ocuparemos en otra ocasión.
Les dejo con Miguel Poveda, María Jiménez - ¡Qué Felicidad La Mía!
https://www.youtube.com/watch?v=YBIptLcd4Iw
Aguadero@acta.es
© Francisco Aguadero Fernández, 28 de febrero de 2025
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