En los años cuarenta, en la Ciudad de México, los bares españoles cobraron vida, o algo parecido, en los cafés de chinos… Y no fue la única “invasión”.
En la entrega anterior mencioné, entre comillas, que los exiliados “tomaron los cafés”. Los gritos y sombrerazos, por decirlo a la mexicana, no fueron siempre bien recibidos; porque sí, la verdad es que los españoles somos gritones, parece que siempre estamos discutiendo; bueno, no, eso sí que lo hacemos, por lo que parece que el enfado es nuestro estado normal y eso no siempre cae bien.
¿A qué me refiero? A que en México había cantinas y pulquerías, sí, pero los bares españoles eran… otra cosa y cobraron una nueva vida en los cafés mexicanos; por ejemplo, se reencarnaron, literalmente, en los cafés de chinos de la calle de Dolores y lugares aledaños. Dice Juan Rejano, cronista del exilio, que los españoles llenaron los cafés mexicanos de ruido y humo.
No solo los bares; lugares como el Mercado de San Juan, en pleno centro de la ciudad de México, se volvieron sucursales de cualquier mercado madrileño o barcelonés.
Muchos de quienes “arreglaban el mundo” en esos lugares, los cafés, eran grandes nombres, que encontraron acomodo en las instituciones académicas que mencioné en la entrega anterior y desde las que pudieron transmitir, compartir todo lo que sabían, lo que ayudó a que se formaran nuevas y nuevos escritores, intelectuales, artistas; ese mestizaje cultural es imprescindible para entender el México del siglo XX… y el de hoy.
Algunos de esos nombres, que abarcan todas las disciplinas artísticas y del pensamiento, son: en la plástica, Remedios Varo o Vicente Rojo; en el pensamiento: Ramón Xirau, José Gaos, Álvaro de Albornoz o Adolfo Sánchez Vázquez.
Y, por supuesto, también en la literatura, tanto de creación como ensayística. José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre, Juan José Domenchina, Luis Cernuda, Juan Rejano, Francisco Segovia, Max Aub, Arturo Souto, entre muchos otros, llevaron a cabo gran parte de su creación literaria en México.
Merece mención especial el apellido Díez Canedo, por Enrique, ensayista y crítico, y por Joaquín, fundador de una editorial, Joaquín Mortiz, imprescindible para entender la literatura mexicana del siglo XX.
Tantas y tantos que tuvieron que dejar su tierra, su gente, hicieron suyo México, construyeron de nuevo la vida, como pudieron, haciendo suya la ciudad en la medida de lo posible.
En calles como López –el Chinatown mexicano–, o en colonias como la Vicente Guerrero, la c y la z se pronunciaron como nunca, porque la mayoría, al menos de inicio, vivieron por ahí, que era más barato.
Para muchos, esa c y esa z, o esos acentos catalán, asturiano, vasco o andaluz –los idiomas, claro, tampoco se perdían, pero los hablaban en casa–, eran los únicos rescoldos de esa patria que el fascismo les había arrebatado.
Estos nuevos mexicanos y mexicanas, a partir del dolor de haber perdido la patria, o de nomás tenerla en su palabra, en sus palabras, la reconstruyeron en el afecto de la tierra de acogida; por eso, en México, casi cinco siglos después de Cortés, se fraguó un nuevo mestizaje, incluyente, sin violencia… Aunque con no pocas discusiones.
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