La juventud es una cualidad, pasajera y escurridiza, que cuando la tienes crees que eres casi eterno y cuando no la tienes a veces la añoras con cierta nostalgia. Pero el tiempo, que es juez inexorable, dicta la sentencia propia de su lógica, y van pasando los años, los días, las horas y casi sin darte cuenta, los cabellos van blanqueando o desapareciendo, las arrugas hacen acto de presencia para no marcharse y los achaques en diferentes formas e intensidades empiezan a ser parte de tu existencia. Tú te miras en el espejo y ves siempre la misma persona, pero los de tu alrededor, sobre todo si no te ven todos los días, son más conscientes de ese paso del tiempo, que solo cesará el día en el que tu reloj deje de marcar el tiempo para dar paso a otro tic tac, quizá de otra forma, con otra realidad, en otras coordenadas.
Para muchas culturas antiguas, la vejez era un adjetivo que hacía respetable y hasta venerable a aquel o aquella que la portaba. La persona mayor era entonces sabia porque había recorrido un camino y conocía bien sus entresijos. Y esa sabiduría era fuente de conocimiento y respeto por parte de sus coetáneos, que podían seguir su ejemplo y aprender.
Hoy, en nuestra cultura hemos arrinconado a las personas mayores y les hemos despojado de su valor. Es lógico, porque hemos erigido un altar para hacer culto al cuerpo perfecto, sano sanísimo. Se han disparado los cosméticos, clínicas y propuestas para eliminar arrugas, tapar las canas, y realizar todo tipo de retoques para que parezcas joven. Quizá nos da pánico envejecer, quizá nos hemos creído que podemos ser un dios o diosa griegos para siempre o quizá somos un poco tontos, no lo sé. También hemos erigido un tótem para adorar la rapidez y la eficacia y todo lo que sea lento, pausado y aparentemente ineficaz nos saca de nuestras casillas.
Nuestros mayores han empezado a vivir antes que nosotros y por lo tanto, nos sacan ventaja. Son fuentes de conocimiento, información y experiencia valiosísima para nosotros como sociedad. Ellos han construido mucho de lo que hoy disfrutamos, con su esfuerzo, su trabajo y su sacrificio. Las personas mayores se merecen un respeto, nuestro agradecimiento y todos los mejores cuidados del mundo en el tiempo en el que ya no pueden valerse por sí mismos.
¿Cómo tratamos a nuestros mayores? ¿Qué consideración hacemos de ellos?
Está bien que tengamos monumentos de tantos prohombres (sobre todo los hay de hombres), pero podríamos levantar alguno para nuestros mayores y reconocer la vejez como una etapa de la vida que hay que cuidar y valorar. Las residencias donde hay personas en esta etapa de su vida deberían estar llenas de humanidad por todos los rincones, con profesionales que de verdad cuidan y quieren a las personas que allí viven, fomentando su autonomía y sobre todo su dignidad. Porque no son niños o niñas, y siguen siendo dueños y dueñas de su propia historia. Acompañar a las personas mayores no es darles a todos el mismo café, sino personalizar, escuchar, tener en cuenta su historia de vida. Tenemos que ser autocríticos y reconocer que tenemos mucho margen de mejora en este punto.
Las personas mayores son como una enciclopedia viviente. Han vivido situaciones difíciles, saben de muchas cosas, tanto en los pueblos como en las ciudades. Pueden darnos buenos consejos si les escuchamos. Y han sido niños, jóvenes y adultos, como los somos ahora alguno de nosotros. Tratemos de tender más puentes entre generaciones y acercarnos más a nuestros mayores, porque son nuestros, de todos los que formamos la humanidad. Un tesoro de verdad, lleno de perlas preciosas. Pero a veces, preferimos las bagatelas de poco valor de la autoimagen falsa, y de nuestra soberbia de juventud que pronto pasará al oro macizo de la cercanía de los mayores.
Vaya por delante mi recuerdo emocionado y agradecido a la vida de mis abuelos Luis y Consuelo, Roberto y María, cuyos recuerdos están grabados en mi corazón y memoria como un tatuaje eterno. Les recuerdo como personas mayores, como es lógico, pero sé que ellos fueron jóvenes y adultos también. A ellos, de los que tengo grabadas sus sonrisas, sus carcajadas, sus enfados y sus palabras y consejos, aunque a veces no les diera valor en su momento.
A ellos y a tantas personas mayores que un día se cruzaron en mi existencia y que han marcado el rumbo de mi barca. Son tantos y tantas… Ojalá yo también, en mi vejez, pueda ser tesoro para quien quiera abrir el cofre o ser libro abierto para quien quiera leerlo. Y encontrar a algún joven que no le importe pasear conmigo pese a mi paso cadente y desesperante o a que yo haga la misma pregunta cinco veces. Ojalá…
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