Vino de Villanueva, la de las tres mentiras, porque lo del Conde tampoco se ajusta a la realidad. Y debió plantarse en San Muñoz, más o menos, cuando tomó la comunión mi padre. Por redondear, circa 1960. Me refiero al nogal que en su rotunda desnudez de febrero admiro trabajando en silencio, estirando sus ramas, disponiendo sus adentros, para vestir las frescas siestas del verano, cuando no se busca la complicidad del sol como se hace en invierno, cuando las hojas despertadas en primavera ya soportan el peso de las nueces que habrán de devolverlas al sueño en otoño. A su hora los frutos es la realidad que pone a prueba la paciencia del hoy, cuando la fructificación parece tan lejana y el sabor tan incierto.
Todo lo alcanza la paciencia, escribía nuestra Santa, Teresa de Jesús, cuando nos alertaba sobre las turbaciones y los espantos para recordarnos que todo pasa menos Dios, que no se muda, y que es la única posesión que resultará suficiente para el hombre. Por ello, la imagen del nogal enhiesto, desplegado y a la vez trasparente, sometido al rigor invernal, firme en su debilidad aparente, es un signo de la permanencia, de la resistencia, en definitiva de la paciencia a la que estamos llamados para alcanzar lo único a lo que hemos de aspirar con todo el corazón.
Esa bienaventuranza, que entre el monte y la llanura se nos va revelando misteriosamente por los valles de la pobreza, del hambre, del llanto y de la persecución, es el Reino sin fin que se parece a un grano de mostaza, más pequeño incluso que el nogal cuando lo nacieran en la Sierra de Francia antes de implantarlo en el Campo Charro. Su grandeza de ahora, curtida en más sesenta inviernos, nos invita a amar setenta veces siete la pequeñez que nuestra impaciencia ignora. Mirarlo en su abrazo esquelético, extenuado de febrero, nos recuerda que el que en un árbol venció fue en un árbol vencido, porque en el camino del abajamiento, de la aceptación de la nada, se halla la meta del todo y la exaltación.
En sus nudos, injertados por los hijos y los nietos que se subieron a sus ramas, descansa el peso leve de las generaciones. En su corteza fortalecida por el agua y el viento, barnizada por el sol cómplice y por el sol de justicia, se refugia el recuerdo de los que una día la tocaron con sus manos. En las raíces, lo invisible, la fe cultiva la paciencia susurrándole a la conciencia la bienaventuranza de creer sin haber visto.
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